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Editorial
Jueves 24 de marzo de 2022
Suma urgencia a amnistía
El cálculo político no debe ocultar lo inaceptable de los argumentos con que se pretende fundamentar esta iniciativa.
El proyecto de ley de amnistía de los delitos cometidos entre el 7 de octubre de 2019 y el 9 de diciembre de 2020 “en el contexto de las manifestaciones o desórdenes públicos acontecidos en el país con ocasión de las revueltas sociales”, ha vuelto al primer plano noticioso debido a la decisión del Gobierno de imponer al Congreso su discusión inmediata. Sectores que apoyaron e hicieron posible el triunfo electoral en diciembre han cuestionado esta determinación por razones políticas. El Ejecutivo tiene potestades para indultar en cada caso a quienes resulten condenados y, por otro lado, todo indica que la aprobación del proyecto en el Congreso es muy difícil. Al establecer la discusión inmediata, el Ejecutivo no hace más que traspasar al Poder Legislativo —y en este caso al Senado, donde está radicada la iniciativa— los costos políticos de un rechazo y evitar el enorme desgaste, también político, que implicaría el otorgamiento de indultos nominativos.
Todos estos cálculos de conveniencia, legítimos pero de corto alcance, así como la retórica algo trillada con la que se aboga a favor y en contra del proyecto, amenazan con ocultar el abismo del cual surge esta propuesta y que, al mismo tiempo, separa a sus impulsores de sus detractores. En primer término, el proyecto asume que los autores de los delitos en cuestión son en su mayoría “jóvenes que han vivido en la pobreza o en la marginalidad social, que han sido históricamente vulnerados en sus derechos humanos y carentes de protección social”. Esta condición haría cuestionable la “exigencia formalista de una conducta socialmente adecuada” que el sistema político y judicial, una entelequia sin alma e incapaz de toda empatía, les viene ahora a reprochar. El proyecto se funda, en segundo lugar, en que los delitos se cometieron “en un marco anormal de graves y masivas violaciones a los derechos humanos”. Estas vulneraciones habrían sido perpetradas por las fuerzas policiales y militares, por lo que algunos delitos cometidos en su contra constituirían “ejercicio legítimo del derecho a la protesta social, a la legítima autodefensa frente a las agresiones masivas y graves del Estado y sus funcionarios contra la población civil”. En tercer lugar, la amnistía se justificaría porque contra los detenidos por los delitos en cuestión se habrían abierto múltiples procesos penales, en los cuales se produjeron “abusos y vulneraciones a las garantías procesales de las personas imputadas, lo que ha significado la privación preventiva de la libertad en plazos injustificados que no tendrían lugar en circunstancias de normalidad”. Algunos personeros que hoy ocupan cargos importantes en el Gobierno han denunciado, en este sentido, la existencia en Chile de “prisión política”.
Ningún entusiasmo retórico puede justificar este tipo de afirmaciones. La primera implica que una parte de la población imputable del país carece del estatus personal suficiente para ser responsable de sus actos, y que el Estado de Derecho opera a su respecto como un simple mecanismo de represión. La segunda califica en general como gravísimo y sistemáticamente delictivo el proceder de las fuerzas armadas y de orden, ante el cual los beneficiarios de la amnistía únicamente habrían reaccionado de un modo proporcional. El tercer fundamento descalifica en bloque el trabajo del Ministerio Público y de los tribunales de justicia, y los acusa nada menos que de subvertir los fines de protección y garantía que justifican su propia existencia.
De ser efectivos estos fundamentos, la ley de amnistía no pasaría de ser el maquillaje de un Estado fallido y descompuesto hasta sus mismas bases. Afortunadamente, no lo son. El derecho penal y el resto del ordenamiento jurídico chileno contienen todas las herramientas necesarias para hacerse cargo de los defectos de culpabilidad de un imputado y de los abusos en que puntualmente puedan incurrir los funcionarios en cumplimiento de sus funciones. La ley de amnistía es superflua y solo puede justificarse recurriendo a una propaganda que tergiversa la realidad.