La comisión de Sistema Político de la Convención Constituyente acaba de aprobar, en particular, la norma que establece que la función ejecutiva estará ejercida —en el artículo original con denominación de género del cargo— por el Presidente, Vicepresidente, el ministro de Gobierno y los ministros de Estado. Será, sin embargo, el Presidente quien ejerza la jefatura del Estado.
Lo anterior plantea una discusión relevante. ¿Es un sistema político —que requiere un altísimo grado de coordinación, como lo es el Ejecutivo— solo fruto de una negociación, o debe obedecer a un diseño que privilegie, antes que el acuerdo político, una eficiente conducción del Estado?
Resulta especialmente extraña, pues, la reposición de la Vicepresidencia de la República en nuestra institucionalidad. Fue la Convención de 1831, que modificó el texto constitucional de 1828, creando el de 1833, la que eliminó un cargo, que el primer vicepresidente de Estados Unidos, John Adams, definió como “el más insignificante oficio jamás concebido por una mente humana”. Recordemos que tras la abolición del cargo, Chile, en las Cartas de 1833, 1925 y 1980, mantuvo la Vicepresidencia como un cargo accidental de reemplazo.
Los constituyentes de 1831 tuvieron como argumento para su eliminación los problemas de sucesión previos y antecedentes de la guerra civil de 1829, refiriendo: “A más razón, seguramente consideró los males que pueden resultar de una sucesión futura establecida con anterioridad. Si los electores alucinados nombrasen para vicepresidente a un ciudadano ambicioso, ¿cuántas maniobras no pondría en ejercicio a fin de proporcionar una vacante en que aprovecharse del Poder Supremo para conseguir el objeto de sus pasiones? … ¿Permitirá el uno al otro mandar con tranquilidad? En la condición humana y el encuentro de los partidos en el sistema democrático, no era difícil que ocurriese algo tan funesto. Era además el llamado por la ley a desempeñar las funciones de un Vicepresidente sin más condecoración que el título” (sesiones 141 y 142).
En Chile, la jefatura del Estado y del Gobierno se han concentrado, desde aquel entonces, en el Presidente de la República, que, atribuciones más o menos, ha tenido como institución un desempeño correcto, propio de la tradición constitucional y reconocido por los chilenos. Por ello, no se entiende la incorporación de un vicepresidente, más aún cuando generalmente dicha propuesta acarrea que este —como ocurre en otros países presidencialistas— dirija el Senado, máxime cuando se busca eliminarlo. No hay un motivo —o no se ha explicitado uno de largo plazo— que explique la creación de una Vicepresidencia permanente y no accidental, como ocurre desde la Carta de 1833 a la fecha, más allá de buscar una suerte de paridad de género en la fórmula Presidente-Vicepresidente, algo sinceramente insuficiente para la creación del cargo.
Amén del gasto público, la descoordinación entre Presidente, vicepresidente, ministro de gobierno y secretarios de Estado generará duplicidades, problemas de ejecución, bloqueos, ineficiencia e ineficacia. Si lo que se busca es disminuir el poder presidencial, ello no se logra repartiendo cargos a diestra y siniestra, sino por el contrario, determinando sus atribuciones, pesos y contrapesos en la relación que este tendrá con los demás poderes del Estado.
Lo mismo vale para el ministro de gobierno, cuya figura se plantea como un régimen semipresidencial parecido al peruano, donde la censura del mismo permite rebarajar las fuerzas políticas, que si no dialogan con la composición del sistema electoral, puede provocar una inestabilidad política que permita la caída de sucesivos gabinetes, como ocurre actualmente en el Perú. Más conveniente sería la creación de un jefe del gabinete o ministro de gobierno, que articule y coordine al gabinete ministerial con el Congreso, y que solo bajo circunstancias acotadas pueda ser requerida su destitución, sin afectar la caída —a menos que el Presidente así lo disponga— del resto del gabinete. Nada hay más de ineficiente en la gestión pública que el cambio permanente de ministros de Estado, que no pueden dar continuidad a políticas públicas en períodos presidenciales inusualmente cortos.
Los elementos de un sistema político deben configurarse en su utilidad, coordinación, conducción y, sobre todo, en si facilitan la gestión eficaz del Ejecutivo. Serán las urgencias legislativas, atribuciones, confirmaciones de nombramientos, además de la modernización de la gestión y el diseño de la relación con el Congreso, lo que disminuya o atenúe cualquier hiperpresidencialismo; no una simple repartición de cargos, con la consiguiente burocracia que ello genera.
Felipe Harboe Bascuñán
José Gabriel Alemparte Mery
Francisco Orrego Bauzá
Francisco Cruz Fuenzalida
Abogados