La Rusia de Putin ejerció un salto cualitativo hacia un desembozado cuadro de expansión territorial, guerra de conquista, sin más justificación moral o política que de “sentirse amenazada en su seguridad” por países más débiles, pero tras los cuales podría estar una alianza hostil, la OTAN. Se trata de una combinación del lenguaje de esferas de poder del siglo XIX, con el nacionalismo cultural del XX y XXI.
Esta guerra viola un principio que siempre estuvo en primera línea: el respeto a las fronteras acordadas. Ya había comenzado con la incorporación de Crimea por parte de Rusia por medio de un golpe de mano en 2014. Se podrá aducir que existía ambigüedad y que Crimea fue conquistada (casi todos nacimos de una situación análoga) por Rusia bajo Catalina la Grande en el siglo XVIII; y que la nación rusa tuvo su primer origen en Kiev; solo el XVI emerge Moscú como el centro unificador con la doctrina de ser la “Tercera Roma”, sede de la ortodoxia de la Iglesia Oriental, y que como sueño secularizado pasó al comunismo y ahora ha retornado con artificialidad en la Rusia poscomunista.
Toda disputa territorial entre países posee elementos ambiguos al momento de evaluar los argumentos respectivos. Sin embargo, para no caer en el peligroso además de estéril juego de “todos tienen algo de razón”, hay que sentar algunos límites. Con la invasión a Ucrania se pone en tela de juicio un principio que por arrasado que haya sido a lo largo del siglo XX, no deja de ser una semilla fundamental de la convivencia internacional: la intangibilidad de las fronteras acordadas, salvo negociación libre y consensuada. Desde 1945 más se ha cumplido que incumplido, aunque las cosas siempre pueden degradarse.
¿Nos afecta? Sí, en no poco. Chile tuvo una difícil estructuración de sus fronteras en el siglo XIX, con coletazos en el XX y hasta el XXI, como bien sabemos. En la medida en que las fronteras dejen de tener relevancia porque se legitiman —tenemos dos fallos recientes, en 2014 y en 2018, que las reforzaron, además del Tratado de 1984—, al mismo tiempo estorban menos y la convivencia vecinal se intensifica, como en efecto lo ha hecho en los últimos 30 años.
Sin embargo, aparecen signos muy oscuros de que la pugna por ellas volverá por sus fueros. Lo de Ucrania y en general el panorama internacional va en esa dirección. Y la labor de nuestro Circo-Convención que dividirá al país en múltiples cuasisoberanías y cuasinacionalidades —que inevitablemente caerán en pugna anárquica entre ellas— va a debilitar la solidez de nuestras fronteras y no sería extraño que revivan los apetitos aletargados.
Los conflictos tienen que ver con crisis del Estado. Lo que desde la Convención surge de manera imparable es un Estado maniatado, y no un marco de aquello que es Estado de Derecho. Para que exista la sociedad civil en sus múltiples rasgos requiere hallarse dentro del marco regulatorio de un Estado, ojalá en un sistema democrático. No existe en parte alguna de este mundo —salvo quizás donde habiten extraterrestres o alienígenas— una sociedad que sea la pura suma identitaria de movimientos sociales, menos todavía porque esté escrito en una Constitución. Que yo sepa, la naturaleza que habitamos no es actor ni individual ni colectivo de ningún sistema político; somos nosotros los que debemos decidir qué hacer y no hacer con ella.
El orden político manifestado como institución es lo que permite la civilización y requiere un mínimo de funcionalidad. Y si a veces nos lleva al conflicto, es la única que puede encaminarnos a la sana coexistencia, en lo posible en cooperación. Crear un vacío es tentar a los dioses propiciatorios de desgracias.