He tenido el raro ¿privilegio? de estar dos veces con Vladimir Putin. La primera vez fue en 2004, cuando viajé a Moscú a entrevistarlo antes de su única visita a Chile, para la APEC. La segunda, en 2017, en el Foro Cultural Internacional de San Petersburgo, un gran show que montó el Presidente ruso para conmemorar el centenario de la revolución bolchevique. Mi percepción de él como el “zar del siglo XXI”, así titulé la entrevista, creo que era acertada en ese momento. Hoy, parece que le calza mejor el calificativo de “dictador demente”, usado por el excampeón de ajedrez Gary Kasparov.
Leo lo que publiqué en 2004 en este diario y veo que ahí ya estaban las sospechas de que Putin derivaría en un autócrata implacable.
“Se le acusa de estar siguiendo un rumbo autoritario. ¿Qué responde a esas críticas?”, le pregunté en el Kremlin, y contestó sin reservas: “Que son completamente falsas. Siempre que se trata de hacer más efectivo el papel del Estado se provoca cierta incertidumbre. Pero cada Estado busca las formas más aceptables para el funcionamiento de sus instituciones democráticas”.
Con la parsimonia que lo caracteriza y la seguridad que le daba estar dominando la situación, al punto de que tres veces corrigió al traductor, mientras una veintena de cámaras de la TV rusa grababan la entrevista, siguió: “Rusia está buscando un sistema político, económico y social que funcione de manera óptima, que tenga en cuenta las tradiciones del país, pero basado en principios democráticos. Está excluida la posibilidad de volver a un totalitarismo y seguiremos el camino del desarrollo democrático que iniciamos hace catorce años”.
Pero hizo todo lo contrario. Cuatro años después, se convirtió en Primer Ministro, aparentando seguir las reglas de no reelección para un tercer período, para volver en gloria y majestad en 2012, con su popularidad en alza. Más tarde, consiguió una reforma constitucional que le permitiría gobernar indefinidamente, todo dentro de la más completa legalidad, como lo hacen los autócratas modernos.
En San Petersburgo, Putin, que cerró el encuentro de 2017 con un discurso desde el enorme escenario del nuevo teatro Mariinsky, ya era un verdadero zar, ahora con todos los poderes políticos que le dio una Duma dócil y obsecuente, que le ha permitido aplastar a la oposición democrática y a los pueblos que no se someten a su dominio (como Chechenia y Georgia). Su discurso fue sobre arte y cultura, pero trasuntaba la búsqueda de reconocimiento y el afán de destacar la grandeza y excepcionalidad de Rusia. No se trata de nostalgia por el comunismo (no tiene interés en convertirse en un aparatchik, bajo las órdenes de un partido), sino la voluntad de recuperar el estatus de superpotencia, y, claro, controlar con su puño de hierro a la sociedad rusa.
Con esta agresión brutal e injustificada a Ucrania, la imagen de Putin adquiere otra dimensión, ya no la de un zar, sino la de un déspota ansioso de imponerse al mundo, pero que, paradójicamente, podría tener un destino tan trágico como el de Nicolás II.