La historia de Ana Frank es posiblemente el caso individual más significativo para recordar la extensión, la profundidad y la perversión de lo que fue el régimen nazi, su filosofía, su inspiración y su conducta. Ahora que los nazis parecen una mala broma de unas generaciones pasadas, un chiste con el que se puede juguetear, la desgracia infinita de esa niña vuelve a ser un recuerdo indispensable.
Ana, nacida en Alemania en una familia judía que se trasladó a Ámsterdam, estaba por cumplir 11 años cuando la máquina de guerra nazi aplastó la débil resistencia de Holanda. El Führer pretendía construir allí un régimen modelo de sumisión a los principios del nazismo, a condición de que se realizara una limpieza étnica para eliminar a todos sus habitantes judíos. La familia Frank se escondió en un altillo de 50 metros cuadrados para evitar su segura deportación a los campos de concentración. Ocho personas permanecieron allí durante dos años, que Ana registró en su famoso diario. En agosto de 1944 fueron descubiertos por la policía. Ana fue enviada a Auschwitz y luego a Bergen-Belsen, donde murió en marzo de 1945, semanas antes de la liberación por las tropas aliadas.
A pesar de las numerosas versiones filmadas sobre este drama, ninguna ha superado todavía a la sobria puesta en escena de George Stevens en 1959, El diario de Ana Frank.
Mi mejor amiga Ana Frank es una producción holandesa hecha para Netflix, aunque su protagonista no es Ana (Aiko Beemsterboer), sino su amiga Hannah (Josefine Arendsen), con quien pasó sus años de infancia en Ámsterdam y más tarde fue vecina —sin lograr verse— en Bergen-Belsen. El principio narrativo es la alternancia: los últimos días de libertad en 1942 se intercalan con la vida miserable de Hannah prisionera en 1945. La desgracia nace de esta dialéctica entre el fin de la infancia y la abrupta irrupción de la brutalidad a los 15 años.
Pero esta es una versión televisiva, lo que quiere decir que la cámara está siempre imponiendo la totalidad de la mirada, con planos breves, muchos primeros planos y montaje rápido. En esa manera de filmar no hay ninguna posibilidad de que emerjan elementos distintos de los puramente narrativos, con un psicologismo simplón. Todo se agota en la dialéctica felicidad-sufrimiento. La realidad que se nos presenta es estrecha como la pantalla; no hay rendijas por las que puedan emerger otras fuerzas.
Mi mejor amiga Ana Frank es tan correcta como poco inspirada. La inacabable hondura de la tragedia de estas niñas se escapa de esta narrativa simple, mecanicista, funcional, que solo parece aspirar a llegar al desenlace conocido. El cineasta holandés Ben Sombogaart, de larga trayectoria en series de televisión, puede ser aplicado y hasta didáctico, pero no vuela más que a ras de piso.