Jonathan Haidt, en su libro “La mente de los justos”, se ha preguntado “¿Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata?”. Hoy, en que vivimos en un país cada vez más escindido, en una polarización en que las recientes medidas aprobadas en la Convención Constitucional son el ejemplo palmario del grado de desacuerdo reinante entre los chilenos en temas cruciales, vale la pena reflexionar sobre cuáles son algunas de las diferencias fundamentales entre las izquierdas y las derechas que están en la base de los desacuerdos.
Tal vez la brecha más importante radica en una divergencia sustantiva respecto a la teoría del conocimiento. Las escuelas de pensamiento vinculadas a las distintas formas de marxismo y a otras filosofías iliberales parten del supuesto de la existencia de una verdad única y absoluta en temas políticos y sociales, y se sustentan en una concepción de la historia que es esencialmente teleológica, pues tiene una dirección y un fin ya predeterminados. Por el contrario, subyacente al pensamiento liberal existe un profundo escepticismo respecto a la posibilidad de que se puedan establecer verdades objetivas únicas y autoevidentes en el campo de la filosofía política y moral, o de que todos los problemas puedan ser resueltos por medio de una solución, también objetiva y única. El pensamiento liberal reconoce la falibilidad, la ignorancia, y la naturaleza esencialmente conjetural de nuestro conocimiento.
Pues bien, las consecuencias de estas dos visiones son muy contrapuestas. Es evidente que quienes se sienten depositarios de una verdad revelada absoluta e irrevocable, donde no cabe la duda ni la apertura a nuevos argumentos y preguntas, no pueden dar espacio al diálogo o a la búsqueda de consensos y no consideran legítimas las opiniones ajenas, y tampoco a quienes las sostienen.
De ello fluye también el convencimiento de que es posible construir un orden social perfecto a partir de esa verdad revelada. A su vez, esta aspiración parte de supuestos que son anatemas para las derechas. Por ejemplo, la creencia de que la realidad y la naturaleza humana no tienen limitaciones, que los condicionantes biológicos y las diferencias genéticas, entre otras, no existen y son exclusivamente constructos socialmente inducidos y, por lo tanto, pueden ser “deconstruidos” por unos pocos iluminados. Estos pueden escribir entonces, en una suerte de hoja en blanco, unas estructuras políticas perfectas, al margen de la historia, o de cualquier otra constricción. Y, claro está, si se cree en la posibilidad de diseñar un orden perfecto, un paraíso en la tierra habitado por “hombres nuevos”, justos, generosos y virtuosos, no es extraño que para lograrlo se esté dispuesto a utilizar cualquier medio, incluida la violencia. ¿Qué puede significar el sacrificio de una generación completa si la revolución puede lograr esa perfección?
Los liberales son, por el contrario, esencialmente anticonstructivistas; creen que no es posible forjar un orden social perfecto, porque en el ámbito de la construcción social no podemos aspirar más que a incursionar, por medio del ensayo y el error, en la búsqueda de soluciones parciales y tentativas a los problemas que nos aquejan.
Pues bien, estas diferencias conducen también a diseños constitucionales dicotómicos. Cuando se cree poseer la verdad absoluta, cuando esa verdad se impone por la fuerza, la violencia y la eliminación de la disidencia, porque ello llevaría a un mundo nuevo y perfecto, no es de extrañar que se estime que las constituciones son principalmente instrumentos para asegurar la totalidad del poder a esos iluminados. En cambio a nosotros, los otros, nos produce un temor paralizante la idea de un poder sin restricciones, ejercido ya sea por un déspota individual o por la voluntad de las mayorías.