Entre el más de centenar de versiones filmadas de la llamada “obra escocesa” de Shakespeare, hay tres que sobreviven como las más grandes: “Macbeth” (1948), de Orson Welles; “Trono de sangre” (1957), de Akira Kurosawa, y “Macbeth” (1971), de Roman Polanski. Contra esas enormidades se mide la versión de Joel Coen, filmada en blanco y negro, en el formato de pantalla clásica y estrenada en Chile solo por streaming.
La película de Coen sigue el texto de la obra casi al pie de la letra; agrega, eso sí, una enigmática escena final que no está en el original. Bajo el influjo de tres brujas, después de obtener los títulos de barón de Glamis y de Cawdor, Macbeth (Denzel Washington) concibe la idea de asesinar a su primo, el Rey Duncan (Brendan Gleeson) y hacerse con la corona de Escocia. Lady Macbeth (Frances McDormand) se convierte en la principal instigadora del crimen, aunque también la primera en sucumbir a la locura.
“Macbeth” es una tragedia intimidante, paranoica, desquiciada, que no deja descanso en el permanente descenso de sus protagonistas a un infierno de culpas, terrores y más crímenes. Es una obra difícil, una especie de arrinconamiento en las zonas más oscuras de la condición humana, que requiere cierto temple siniestro para abordarla.
Joel Coen ha optado por darle una visualidad de sueño, luces filtradas, nieblas imprecisas, cielos tormentosos y una arquitectura estilizada hasta el extremo, de líneas rectas, espacios vacíos, sin decorados, una depuración del ámbito donde la conciencia se junta solo con el puñal. Las brujas son una y tres, como en una pesadilla, y están asociadas –como se creía en la Escocia del siglo XVI– a las aves de rapiña. El abstracto castillo de Dunsinane, los inquietantes campos de Forres, las sombras y los ruidos, el aire viciado, el clima amenazante, no son sino proyecciones del tormentoso interior de los personajes. Expresionismo en estado puro.
Según la información de producción, esta es la primera película que Joel Coen dirige sin participación de su hermano Ethan. Ambos han compartido una cierta afición por intentar nuevas aproximaciones a obras previas (sobre todo películas), pero nunca se habían acercado siquiera al mundo de Shakespeare.
Coen se ha inspirado, visiblemente, en el “Macbeth” de Orson Welles, también altamente estilizado. Se trata de un esfuerzo de gran magnitud, en el que cada plano ha sido elaborado hasta el detalle y cada corte, medido con precisión. Tal vez por eso el trabajo de abstracción va un poco lejos y pierde algo de la profundidad del material. No llega a superar a las tres grandes versiones, pero se instala con solvencia en ese grupo. Es una película hipnótica, malsana, grandiosa, un verdadero triunfo de la imaginación oscura.