Hace un tiempo, en medio de la crispación y la polarización alentadas sobre todo por un “octubrismo” intransigente que nos quiso hacer creer un cuento maniqueo (que dividía al mundo entre los “buenos” y los “malos”), quienes nos resistimos a ser encajonados e intentamos sostener nuestro lugar en los claroscuros de la realidad, fuimos motejados, insultados como “amarillos”. Quienes nos increpaban lo hacían con una mueca de rabia y desprecio visceral. Hubo amarillos que prefirieron esconderse en sus refugios, capear el temporal de insultos y ataques, esperando que llegaran tiempos mejores. Otros salimos a poner el pecho a las balas, entre guillotinas virtuales y Robespierres locales. No fueron momentos fáciles, pero sobrevivimos. “¿Quién habla de triunfos?/ el resistir lo es todo”, era el verso de Rilke que usaban los resistentes en la Alemania nazi para animarse entre ellos.
La pandemia trajo un cambio de escenario, se calmaron un poco los ánimos colectivos, vino una suave brisa de moderación y muchos amarillos pudieron salir del clóset. Las mareas “rojas” o “pardas” suelen ser muy ruidosas, cargadas de sonido y furia, pero —como afirma el Tao— “un temporal de granizo no puede durar eternamente”. El candidato triunfante —que parecía uno más en la turbamulta desaforada de la “revuelta”— ha ido, a medida que se acerca su llegada a La Moneda, tiñéndose de un “amarillismo” que nos devuelve el alma al cuerpo a quienes hasta hace poco —solo por osar sostener algunas posiciones sobre la violencia y el orden que hoy el Presidente electo también abraza— fuimos funados y vilipendiados. ¿Es solo una operación maquillaje o se trata de una verdadera conversión al amarillismo en cámara rápida? Los amarillos —como no creemos en las convicciones inamovibles y pétreas— lo esperamos con los brazos abiertos si quiere sumar el amarillo a su paleta de colores. E, incluso, defenderlo de sus aliados que —si ven amenazado su sueño de traer el paraíso a la tierra— saquen su hoz y martillo para hacerle la vida imposible.
Reconozcamos que es muy difícil ser amarillo en América Latina, continente donde abundan los delirios refundacionales y en que la política suele ser un subgénero del realismo mágico. Continente profundamente religioso, donde los ideales de la ilustración liberal no han enraizado bien, y donde, más que estadistas responsables, abundan los magos, chamanes, oradores de retórica furibunda y elocuente. En estos días se celebra la ascensión al poder de uno de ellos, Fidel Castro, que tantos todavía mantienen como santo en sus altares, a pesar de haber llevado a su pueblo (el cubano) al abismo de la miseria y la indignidad. Él es de los padres (para esta generación que tanto gusta matar a sus padres) todavía intocables. Enrique Lihn, con coraje de poeta, en La Habana misma, cuando la Revolución era Verdad revelada, dijo, después de escuchar uno de sus discursos interminables: “televidentes/ escuchábamos al líder/ yo también caía en un especie de trance/(...) que otros, por favor, vivan de la retórica/ nosotros estamos simplemente ligados a la historia/ pero no somos el trueno ni manejamos el relámpago”.
Ni truenos ni relámpagos ni fuegos artificiales: los amarillos desconfiamos —en política— de la euforia y la tempestad. Por eso, los amarillos llevamos a Lihn en nuestra mochila. Entiendo que el Presidente electo es lector asiduo de él: ¿otro buen signo de que no será uno más dentro de la larga lista de nefastos líderes de la izquierda continental, de manipuladores populistas e incompetentes? Amarillos: hay que darle una oportunidad, pero mantengámonos alertas: ni optimismo ingenuo ni pesimismo derrotista. El amarillo es el color de una flor frágil, y delicada, y escasa, que hay que cuidar con paciencia, sobre todo, en estas tierras de monzones, tifones y tsunamis: la democracia. Por eso, no es tiempo de bajar nuestras bellas y deslavadas banderas.