Antes del descubrimiento de Australia, dice Nassim Taleb, los europeos desconocían que un cisne pudiera ser negro. Pensaban que eran blancos y eventualmente tenían el cuello negro. Los cisnes negros no existían. Tal creencia sin embargo desapareció drásticamente cuando se descubrió uno. Desde entonces, desde un punto de vista estadístico, un “cisne negro” es un evento altamente improbable, pero de consecuencias graves. Esta idea implica que hay que darle relevancia a pensar en aquello que ignoramos tanto o más que aquello que conocemos.
Hay un cisne negro en el horizonte del cual tenemos que hablar.
Más allá de quien gane las elecciones presidenciales en la segunda vuelta, en los tres niveles de la última elección —cores, diputados y senadores— la derecha se alzó con victorias importantes. Por su parte, el Partido Comunista se convirtió en la principal fuerza dentro de Apruebo Dignidad. Así, comienza a esbozarse un riesgo significativo que vale la pena mencionar: la colisión de legitimidades de una Convención Constitucional marcadamente hacia la izquierda y un Congreso en el que por primera vez la derecha tiene la mitad, sin necesidad de recurrir a subsidios del sistema binominal.
Tal choque de legitimidades, si no se maneja sabia y prudentemente, puede ser de insospechadas consecuencias para el país. La Convención debe aceptar que la representación que tiene la derecha en ella es inferior a la proporción de la población que comparte valores conservadores asociados al respeto del orden público, el derecho de propiedad y la libertad económica. El Congreso y el gobierno, en particular si es encabezado por Kast, deben aceptar que la Convención es producto de un hecho histórico innegable que refleja un cuestionamiento a la mala distribución del poder político en Chile, a la pobre participación ciudadana y a formas de hacer política pública —en particular respecto de “derechos sociales”— que tienen amplio apoyo ciudadano.
Las instituciones democráticas se deben deferencia mutua. Todas deben asumir a cabalidad que cada una es producto de un momento histórico particular y que como la historia es dinámica, no cabe suponer ninguna superioridad de una institución sobre otra.
Sería un error garrafal de enormes consecuencias históricas si la Convención por un lado y el Congreso por otro se parapetan tras su particular composición y no hacen un esfuerzo de convivencia necesario y a la vez realista.
Uno puede especular con dos estrategias peligrosas, pero que a los sectores más extremos en cada órgano les puede hacer sentido. En la Convención, sectores de izquierda podrían pretender, ahora más que antes, impulsar un proyecto cargado ideológicamente o, como lo dijo el ahora senador electo Núñez, eliminar el Senado solo por razones coyunturales (el fracaso de la acusación constitucional al Presidente y ahora la fuerte presencia de la derecha). En el Congreso, y eventualmente en el gobierno si es que ganara Kast, podría adquirir popularidad la idea de que el mejor escenario es que el proyecto de Constitución sea tan extremo que el plebiscito de salida se pierda. Eso tendría sentido, no para quedarse con la Constitución de 1980, sino para llamar a una nueva Convención cuya composición refleje más la actual composición del congreso que de la Convención.
Ideas peregrinas como las que señalo son probablemente minoritarias hoy. Sin embargo, corremos el riesgo de que ganen tracción a medida que pase el tiempo.
Es difícil no alarmarse ante la posibilidad de tamaño conflicto institucional. Urge que todas las autoridades políticas —en La Moneda, la Convención y el Parlamento— hagan esfuerzos importantes para conducir el país durante los próximos años por la vía del diálogo. Necesitamos que unos piensen en cómo construir políticas públicas eficaces que dignifiquen a la persona humana y que otros diseñen un marco institucional que permita que la democracia vaya moldeando cómo promover el florecimiento de todas las personas y sus formas naturales y libres de asociación.
Guillermo Larraín
FEN, Universidad de Chile