Una Constitución puede ser perfecta en su diseño e incluso en sus declaraciones de derechos y libertades, y al mismo tiempo ser irrelevante para asegurar la libertad y la democracia, si quienes deben hacerla funcionar no adhieren a una cultura democrática que además represente un acervo común. Entendemos por cultura aquellas convicciones intangibles implícitas en un sistema de democracia. Se trata del conjunto de símbolos, normas, creencias, sentimientos, ideales, costumbres, mitos y rituales que deben impregnar la construcción institucional.
La arquitectura de un régimen democrático ciertamente puede variar, pero los valores mínimos que la inspiran son insustituibles. Entre ellos, la convicción intensa de que la violencia no puede en caso alguno ser utilizada como instrumento para resolver las diferencias y que, en consecuencia, quienes atentan contra este principio fundamental deben ser sancionados y aislados; las prescripciones normativas deben estar puestas prioritariamente al servicio de garantizar la libertad y autonomía de las personas, sin las cuales ellas pierden su esencia humana; y como la fuerza no es legítima se requiere diálogo, respeto, tolerancia y, finalmente, igualdad de derechos para que nadie tenga menos, pero tampoco nadie tenga más, así sean mujeres u hombres, o pertenezcan a la etnia que sea.
Todo lo anterior exige crear consensos y limitar los diseños estructurales que amenazan la convivencia, entender que en política los oponentes son adversarios con los que se argumenta y razona y no enemigos a los cuales hay que destruir y, sobre todo, que las discrepancias objetivas sobre temas opinables no transforman a algunos en virtuosos inmaculados y a otros en perversos irredimibles.
El requisito indispensable es entender que en política o economía nadie puede reclamar la verdad única y final. De hecho, la base del totalitarismo es la convicción, de algunos, de ser los depositarios exclusivos de una verdad monolítica e irrefutable a la cual todos los seres humanos están impulsados y que puede ser impuesta, incluso por medios coercitivos, a quienes por sus propias deficiencias (su raza, su etnia, su “falta de conciencia de clase”, su origen social, sea de privilegio o de privación) no son capaces de percibirla. En suma, si bien las estructuras formales son relevantes, de suyo no garantizan un comportamiento democrático. Las constituciones democráticas deben estar inspiradas en valores que legitimen sus procesos y respalden sus instituciones políticas.
¿Y cómo evaluar la cultura democrática presente en nuestro país? ¿No estamos nuevamente en la dialéctica del odio y la polarización, de amigos y enemigos? ¿Acaso no ha habido una legitimación directa o implícita de la violencia insurreccional? ¿Es la política “refundacional-revolucionaria” compatible con los ideales democráticos? ¿Y los resquicios constitucionales utilizados en el Congreso para lograr prerrogativas que la Carta Magna no le entrega? ¿Es el negacionismo compatible con el derecho a tener interpretaciones distintas de nuestra historia y de expresar libremente las propias convicciones? ¿Están acordes con este espíritu de tolerancia y respeto las decisiones reiteradas de la Convención Constitucional de atropellar las disposiciones que los ciudadanos aprobamos en un plebiscito, de prohibir el debate y de descalificar al sector con que la mayoría discrepa? ¿De verdad alguien puede de buena fe sostener que la iniciativa electoralista, iniciada por el Partido Comunista, de acusar constitucionalmente al Presidente democráticamente elegido, para que no pueda terminar su período, responde a un “espíritu democrático”? ¿O simplemente es una argucia más para crear un vacío de poder institucional que puede ser llenado por otras fuerzas?