Que al cabo de dos meses de trabajo, la Convención haya aprobado su reglamento general de funcionamiento es motivo de alivio y alegría para quienes creemos que la política debe escurrir por cauces de un orden preestablecido, fruto de una deliberación racional y hecha por personas electas popularmente.
La noticia no debe menospreciarse. Hace menos de dos años un grupo mayoritario legitimaba y aplaudía el uso de la fuerza como método de acción política y el Presidente Piñera estuvo cerca de ser destituido, en lo que habría sido un triunfo de la vía insurreccional.
Sin embargo, se equivoca quien crea que bastaron el acuerdo del 15 de noviembre, un plebiscito y la elección de convencionales constituyentes para que el Estado de Derecho goce de buena salud.
La Convención, en un acto de menosprecio y desafío de las poquísimas normas que la regulaban, se declaró Poder Constituyente Originario, como si este no radicara en el pueblo. La declaración conlleva desconocer las pocas ataduras normativas a que había quedado sometida. Para demostrar que esta autoproclamación no era pura academia o poesía, desconoció abiertamente la regla constitucional que la obligaba a aprobar por 2/3 el reglamento de votación de las normas constitucionales y la redujo a mayoría absoluta. Luego, sometió a debate y a libre decisión por ella misma el quorum de aprobación de las normas constitucionales, como si ello no le hubiera sido fijado ya en una norma que no podía sino acatar.
La Convención, autodefinida como Poder Constituyente Originario, decidió, por sí misma, que el quorum de aprobación de las normas constitucionales sería de 2/3, coincidiendo, no obedeciendo el mandato constitucional que le dio origen. Las normas que no alcancen ese quorum no quedarán, sin embargo, rechazadas, como sería obvio, sino que podrían ser resueltas en plebiscitos dirimentes, lo que constituye un modo de aprobación distinto al contemplado en su mandato. Así lo decidió el Poder Constituyente que se autoproclamó como originario.
El peligro constante y mayor de todo Estado de Derecho es que el poder siempre tiende a aumentar sus prerrogativas, hasta desconocer todo límite. Si lo logra, la democracia deviene en tiranía. De allí la importancia de la división de los poderes y de los controles entre los órganos. En el caso de una Asamblea Constituyente, como muestra la reciente experiencia, los controles se hacen más difíciles.
Pero, así como no deberíamos haber visto la Convención como el cauce que podría poner término a los desbordes institucionales, también sería un error ver los excesos de la Convención como el quiebre definitivo e inexorable de las reglas del juego. Lo ocurrido es una señal más de las dimensiones que tuvo la crisis que estalló hace dos años y una prueba de que ella está aún presente y tomará más tiempo, mucho más tiempo, encauzarla en una institucionalidad democrática, si es que aquello resulta finalmente posible.
La plena y regular vigencia del Estado de Derecho tomará tiempo. Probablemente dependerá más de la conformación de una nueva mayoría estable de gobierno que le dé gobernabilidad al país que del contenido de la Carta Fundamental que surja de la Convención autoproclamada como Poder Constituyente Originario. No avizoro en el horizonte la conformación de esa estable nueva mayoría política.