¿Es reprochable que una autoridad se oponga a una medida de la que, sin embargo, en el pasado sacó provecho?
La pregunta adquirió relevancia luego que el ministro de Hacienda confesara que retiró el diez por ciento de su cuenta previsional la primera vez que ello se autorizó. En otras palabras, el ministro consideró justificado ejecutar un acto -retirar parte de sus fondos- que hoy sostiene es perjudicial y dañino para todos.
Desde luego, parece injusto revisar los actos pasados a la luz de las circunstancias de hoy. Basta imaginar la cantidad de conductas o actos que cada uno ha ejecutado en el pasado por egoísmo, convicción, insensatez o incluso altruismo, y contrastarlos con lo que cree correcto hoy día para advertir que es muy probable que nadie soportaría un escrutinio semejante. Cada uno descubriría a poco andar que la vida humana parece esmerada en negarse a sí misma. Si usted hiciera el ejercicio de dar un vistazo pormenorizado para atrás, se descubriría creyendo cosas o ejecutando actos que hoy le parecerían estúpidos, irreflexivos o absurdos. Por eso, cuando uno recuerda suele hacerlo en segunda persona -tú hiciste tal o cual cosa, se dice uno a sí mismo- como si dentro del sujeto que cada uno es hoy día habitaran otros sujetos en los que uno se reconoce y de los que, al mismo tiempo, toma distancia. En el palacio de su memoria, vive usted junto a los otros que usted fue.
Así entonces, no parece haber motivos para reprochar a Rodrigo Cerda que realice una cruzada contra los retiros previsionales habiendo, él mismo, aprovechado el primero de ellos.
Pero en contra de esa conclusión se yergue el sentido común de los juristas que, no por casualidad, son parientes de los moralistas.
Desde muy antiguo, los juristas han pensado que no es correcto, ni lícito, ni admisible, ni presentable, que una persona ejecute hoy un acto contradiciendo el sentido objetivo de su conducta previa. Si usted es acreedor de una obligación y da a entender a su deudor que no la cobrará, y deja pasar el tiempo, a sabiendas de que su deudor se hizo la expectativa de que la deuda no existía, entonces, dijo una famosa sentencia, usted no puede decidir cobrarla en la hora undécima. Usted, concluyen los juristas, no puede ir contra el significado que sus actos pasados configuraron.
¿Cuál de esos criterios aplicaría usted al ministro de Hacienda en cuya cuenta dos, es de suponer, se encuentra hoy el dinero que presuroso retiró ayer?
Si usted aplica el criterio de los juristas, debiera concluir que el ministro no tiene derecho a oponerse al cuarto retiro. Si lo hiciera, podría usted aseverar: él estaría contradiciendo el sentido objetivo de su conducta previa. Estaría yendo contra sus propios actos. Y sería incoherente o inconsecuente.
Pero es fácil comprender que la consecuencia o coherencia no es un valor en sí mismo. Nadie diría que es una virtud que un criminal fuera consecuente con el crimen que cometió, un tonto con su tontería o un vicioso con su vicio. Más bien es al revés. Gracias a la inconsecuencia, el criminal se redime, el tonto se corrige, el vicio se cura.
Si en cambio aplicáramos el criterio de coherencia, cada uno sería esclavo de sus actos pasados. Y la consecuencia se convertiría en el valor supremo. De ser así, el ministro Cerda debiera haber pensado que al retirar su diez por ciento elegía su posición frente a los retiros de manera definitiva. Y usted, al decidir hoy hacer esto o aquello, debiera pensar que no habrá corrección posible en el futuro. Y así la primera elección, de cualquier índole que fuera (sacar los fondos, o hacer eso o lo otro frente a un dilema), nos ataría para el futuro, puesto que los actos posteriores, al no poder contradecir los primeros, acabarían repitiendo su sentido. Advertidos de que alguien podría reprochar el cambio viendo en él una traición a la propia conducta, cada uno viviría su vida como una repetición incesante de lo mismo, única forma de alcanzar ese ideal falsamente moral de la coherencia. O, lo que es peor, no haría nada por el temor a ponerse una marca indeleble.
Y eso no equivale a una virtud, sino a un vicio.
Tal como el ministro Cerda no podría oponerse hoy a los retiros, el vegetariano no podría serlo hoy si comió carne ayer, el abstemio de hoy no debería haber abandonado su adicción, el pecador nada sacaría con arrepentirse, el funcionario de la dictadura no podría transformarse en un demócrata convencido, Boric estaría atado a la camiseta con el rostro agujereado de Jaime Guzmán y Sichel, a sus días de funcionario en una empresa de lobby.