Conviene preguntarse cuál es la índole de la Convención Constitucional. ¿Es ella sujeto de un poder constituyente derivado, o de un poder constituyente originario? Si es sujeto de un poder derivado, se trataría de un proceso de reforma constitucional. Cabría entonces decir que ella debe ejercer su autoridad dentro de los márgenes definidos por la Constitución del 80. Ello parece ser así porque la actual Convención fue establecida por una norma dictada por el Congreso. No estaríamos en presencia de un proceso constituyente, sino de un proceso constituido por el Congreso. La Convención es así un órgano de reforma constitucional.
Pero podría decirse que la Convención fue establecida por un plebiscito mediante el cual el pueblo decidió crear una nueva Constitución. No fue una decisión de reforma de algo ya constituido, a saber, la Constitución de 1980. Decidir una “nueva” Constitución significa crear una originalmente nueva. Si esto es así, la Convención es sujeto del poder constituyente originario y ha dejado atrás los márgenes que pudieran limitarla. La Convención es un órgano revolucionario que crea una nueva Constitución.
El argumento en favor de una Convención revolucionaria adquiere fuerza si se piensa, como hace Fernando Atria, que la Constitución del 80 no es realmente una Constitución legítima, ni en su ejercicio ni en su origen. Ha carecido de legitimidad de ejercicio democrático, pues la institucionalidad a que ha dado origen ha buscado restringir, reemplazar y complementar plebiscitariamente la democracia. La Constitución es tramposa porque ha impedido la expresión de la voluntad popular.
También ha carecido de legitimidad de origen. El bombardeo de La Moneda simboliza la violencia, la fuerza bruta que destruye la Constitución democrática de 1925. Esa violencia original significa que institucionalmente el régimen militar no fue una dictadura, ni comisaria ni soberana, sino simplemente el ejercicio de la fuerza bruta. Los gobiernos establecidos con posterioridad a la derrota plebiscitaria de Pinochet, en tanto que ejercen el poder de acuerdo a una Constitución originalmente ilegítima, no podrían considerarse como legítimamente democráticos.
El argumento en favor de una Convención revolucionaria adquiere aún más fuerza si se considera que un plebiscito decidió la creación de una nueva Constitución. Al decir “nueva” le atribuimos el poder constituyente originario a la Convención. Como escribe Carlos Peña, “en la Convención se ha radicado el poder constituyente del pueblo, que sería la única fuente de validez en la tradición democrática”. Por ser revolucionaria, la Convención no está atada a las reglas fijadas de antemano. Se trataría de una dictadura soberana, como lo fueron la Asamblea Constituyente reunida en Weimar en 1918, el Congreso constituyente de los Soviets reunido en Petrogrado en 1918 y el régimen nazi establecido en Alemania el 24 de marzo de 1933. Estos tres casos activaron el poder constituyente originario.
El argumento en favor de una Convención revolucionaria pierde fuerza si se piensa que también el régimen de Pinochet fue una dictadura soberana que ejerció el Poder constituyente originario. ¿Se puede comparar la Convención actual con la Comisión constituyente encargada por Pinochet para redactar una nueva Constitución? ¿Es la Convención una dictadura soberana? Por supuesto que no. El pronunciamiento militar destruyó la Constitución democrática del 25, tal como Hitler destruyó la Constitución de Weimar y más tarde Franco destruiría la Constitución española de 1931. Pero el estallido social de 2019 no destruyó la Constitución de 1980. La Convención no parece así ser revolucionaria, sino más bien reformista.
La idea de una Convención reformista se confirma cuando se piensa que su origen queda consagrado por una reforma constitucional de la Constitución de 1980. Esa reforma corresponde a la Ley 21.200, que se titula: “Reforma de la Constitución y del procedimiento para elaborar una nueva Constitución de la República”. Es significativo que sea la misma Constitución la que establece procedimientos para elaborar una “nueva” Constitución, sin que medie su propia destrucción antecedente. Una destrucción constitucional sería necesaria para dar lugar a la creación revolucionaria de una nueva Constitución. No tiene sentido hablar aquí de una autodestrucción constitucional. Si esto es así, este proceso no ha activado el poder constituyente originario, sino un poder constituido que se deriva de la misma Constitución. No cabe, por tanto, interpretar la Convención como sujeto del poder constituyente originario, y resulta tramposo otorgarle al plebiscito una capacidad de creación revolucionaria.
Renato Cristi