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Editorial
Miércoles 15 de septiembre de 2021
Compromiso de partido
"Si acepta la regla del todo vale al interior de sus filas, difícilmente un partido podrá recuperar la confianza ciudadana".
P uede parecer un despropósito, en un momento de alto desprestigio de los partidos políticos, sostener que la democracia no puede funcionar bien sin ellos. Sin embargo, todas las democracias sólidas de países desarrollados se caracterizan precisamente por tener partidos fuertes que, entre otros aspectos, seleccionan potenciales líderes y promueven ideologías sustentadas en tradiciones culturales profundas dentro de las sociedades en que se desenvuelven. Por cierto, estas evolucionan tal como la ciudadanía lo hace, sin que eso signifique abandonar los elementos esenciales que los llevaron a constituirse como partidos. Esto último es lo que los hace predecibles para el electorado, permitiendo que este les deposite su confianza.
Por cierto, como ocurre en Chile en la actualidad, puede existir un alejamiento considerable entre las colectividades políticas y la ciudadanía. Hay que pensar, por ejemplo, que hace 30 años alrededor de un 80 por ciento de la población se identificaba con un partido político. Hoy esta proporción está por debajo del 20 por ciento. Las transformaciones sociales y culturales experimentadas por el país como consecuencia de la modernización económica han jugado un rol en este alejamiento, pero también el distanciamiento que los partidos han tenido de los territorios y de las realidades locales. Este fenómeno ha impedido que puedan conectarse con la ciudadanía que ha ido emergiendo de este proceso de cambios.
Al mismo tiempo, debe reconocerse que los partidos a menudo no han hecho bien la tarea de seleccionar sus liderazgos, con procesos menos competitivos de lo deseable y candidaturas impuestas, donde, por lo mismo, no se privilegia el trabajo en terreno y en cambio parece más decisivo cultivar el favor de quienes definen las postulaciones antes que las bases partidarias existentes o potenciales. Esto indudablemente distancia a los ciudadanos de los partidos y también los hace menos predecibles, porque el proceso de construcción de su identidad se concentra en pocas y volubles manos.
La realidad descrita es útil al momento de analizar la decisión de Renovación Nacional de pasar al diputado Leonidas Romero a su Tribunal Supremo por respaldar a un candidato distinto del que esta colectividad resolvió apoyar para la próxima elección presidencial. La experiencia comparada en las democracias más avanzadas es rica en evidencia de que los partidos tienen códigos de conducta estrictos que aplican severamente en algunas ocasiones. Estas normas son importantes para asegurar cohesión y coherencia. En el caso chileno, además, la coalición oficialista —de la que RN forma parte— acordó respaldar al postulante que emergiera triunfador en una primaria legal y competitiva. Este es un mecanismo que obliga a los partidos y, por extensión, a sus dirigentes y líderes, de los que difícilmente se podría excluir a los congresistas.
No está de más recordar que los diputados pertenecientes a una colectividad muy probablemente ocupan su asiento parlamentario porque ella les otorgó un cupo en sus listas en la elección correspondiente. Si un partido no exige cierta adhesión de sus dirigentes y representantes populares a las normas que guían su actuación política, difícilmente podrá generar confianza en los electores. En tiempos de cuestionamiento como los actuales, recuperar esa confianza debiera ser una prioridad para todas las colectividades. En este sentido, la decisión de Renovación Nacional debe valorarse, sin perjuicio de los costos o críticas que pueda traerle en el corto plazo. Si se acepta que la regla del todo vale impere al interior de un partido, difícilmente podrá sortear este el creciente escrutinio público al que están siendo sometidas, sin excepción, todas las instituciones políticas.