“Estoy sentada aquí, esperando que vengan por mí. No hay nadie que pueda ayudarme”. Es Zarifa Ghafari quien habla, una mujer afgana, exalcaldesa y exfuncionaria del Ministerio de Defensa, que teme por su vida ahora que los talibanes controlan Kabul. Su delito, o pecado, es haber luchado por los derechos de las mujeres en Afganistán.
Si Zarifa está asustada, y convencida de que los islamistas la “ejecutarán”, miles de compatriotas suyas pueden correr esa suerte por haber estado públicamente a favor de la igualdad de la mujer, en un país donde el patriarcado es una cruel realidad. Aun cuando en los últimos veinte años la situación mejoró visiblemente, con leyes que las protegían de la violencia doméstica y les permitían estudiar y trabajar, las afganas estaban lejos de disfrutar las libertades que nos parecen tan naturales en cualquier país de América Latina.
Bajo el yugo talibán, millones de mujeres sienten que sus sueños y esperanzas se desvanecen, que ya no podrán decidir por sí mismas qué hacer con sus vidas, ni elegir marido o hacer deportes, o viajar, o salir a la calle sin chaperón ni burka. Una generación de ellas, especialmente las que viven en las ciudades, no conoció el rigor del régimen fundamentalista de los noventa. En las zonas rurales las costumbres están más arraigadas, y la interpretación de la sharia —la ley islámica o código de conducta que rige todos los aspectos de la vida de un musulmán— es más estricta... y machista. Y así es como la entienden y aplican los talibanes.
Las tradiciones varían mucho en los distintos países musulmanes y la sharia se implementa de diversas maneras, dependiendo de si el régimen es laico o religioso, pero en todos ellos las prácticas sociales provienen de una cosmovisión compartida, que esperan sea respetada, para que perdure en el tiempo y no sea barrida por olas modernizadoras u “occidentalizadoras”.
Esa cosmovisión —como la de otros pueblos que luchan por perpetuar sus antiguos modos de vida—, o parte de ella, bien puede ser objeto de críticas. En este caso, el maltrato de las mujeres. O la poligamia, ¿quién podría oponerse a erradicarla? En Hispanoamérica, donde esta era habitual en algunos pueblos originarios, fue desterrada como práctica, por ser contraria a la dignidad de la mujer. Ni los defensores más acérrimos de las costumbres ancestrales se quejan hoy de que esas formas de humillaciones hayan quedado olvidadas en el pasado, y que la visión cristiana se haya impuesto en este asunto.
Los talibanes aseguran que han cambiado (¿alguien les cree?), que ya no repetirán los errores del pasado, que “respetarán los derechos de las mujeres dentro del marco de la sharia”. ¡Pero esta impone la lapidación como castigo! Será un consejo de eruditos islámicos el que tomará las decisiones sobre el rol de la mujer en la sociedad, sus derechos y hasta su forma de vestir.
Respetar las costumbres y religiones de otros pueblos o etnias, sus vestimentas o banderas, no significa tolerar la violencia ni las violaciones a los derechos fundamentales. En Afganistán o en cualquier parte del mundo.