No hacen falta más advertencias. Aquello que varias generaciones de políticos, urbanistas y grandes empresarios se rehusaron a creer y siquiera a debatir, por falta de evidencia empírica, desdeñando la ciencia de la ecología y el activismo medioambiental que comenzó a organizarse en Europa occidental y en las costas de Norteamérica en la década de los años 70, después del frenesí capitalista de la posguerra, hoy es una realidad: una serie de eventos naturales cataclísmicos, globales y concatenados, que se suceden de manera acelerada, angustiándonos por su magnitud e inevitabilidad. Y es que han bastado apenas 200 años de actividad humana durante la llamada Era Industrial, incinerando cantidades inconmensurables de carbón, (para generar energía, progreso y riqueza en aquello que podríamos llamar la paradoja trágica de la humanidad, plena de sueños de bienestar y gloria y, al mismo tiempo, de una insensatez autodestructiva), para sacar al planeta de su equilibrio natural, sin que podamos remediarlo.
En lo que a las ciudades respecta, maravillas tempranas del espíritu gregario del hombre, que es el de las oportunidades compartidas y la solidaridad, la Era Industrial las hizo tan extensas y complejas que ellas se han convertido también en agentes de desequilibrio medioambiental. Qué duda cabe de que el imperio del automóvil, glorificado por algunos hasta el día de hoy en perjuicio de todo lo colectivo, público y económico, ejemplifica la cultura del egotismo, del consumo y de la polución como mal necesario. Lo mismo con ciertos tipos arquitectónicos y constructivos, basados mucho más en la ambición del espectáculo que en la sensatez del aprovechamiento de la naturaleza. Y qué duda cabe también de que, en la medida que la catástrofe climática altere nuestras vidas cotidianas, recién estaremos dispuestos a cambiar nuestros paradigmas, nuestras expectativas, nuestras conductas.
A propósito de escenarios probables a corto plazo: ¿cómo habremos de suplir la provisión de agua dulce en una ciudad del tamaño de Santiago, si dejamos de recibirla de los deshielos anuales de la cordillera? Si la solución es desalinizar el agua marina, ¿qué costo económico y medioambiental tendría su producción? Suponiendo una población de 7 millones en la Región Metropolitana y un consumo promedio de 155 litros por persona al día (la Unesco recomienda un consumo diario de no más de 100 l por persona al día, con un mínimo asegurado de 20 l), estamos hablando de 1.100.000 m{+3} al día... ¿Cómo la transportaríamos 120 o más kilómetros cuesta arriba hasta llegar a una altura promedio de 550 metros sobre el nivel del mar? ¿Cómo dotaríamos a la ciudad de presión suficiente? ¿Qué consumo de energía tiene ese proceso? ¿Cómo lo financiaremos? Y si ese millón de metros cúbicos de agua marina desalinizada genera nada menos que 36 toneladas de sal al día... ¿qué haremos con ella?