Uno de los temas que se han discutido, o se han comenzado a discutir, en la Convención, es el de las iniciativas populares para modificar o diseñar reglas constitucionales (o más ampliamente promover reformas legales). ¿Es razonable admitir esas iniciativas que son, como se sabe, modalidades de democracia directa? ¿Es bueno para la democracia que un número de ciudadanos (al margen de los representantes electos) pueda forzar el cambio de reglas?
Suele creerse que la democracia directa funciona bien cuando se la ejercita en grupos más o menos pequeños, cuyos miembros se sienten ligados por deberes recíprocos; pero, se agrega, ello no ocurriría cuando se la ejercita a gran escala. En la cultura de masas (con la excepción, claro, de Suiza) estos mecanismos siempre acabarían en un verdadero sorteo de resultados impredecibles o, lo que es peor, en una artimaña para que los dictadores o los liderazgos carismáticos acaben legitimándose de mala manera.
Hay, sin embargo, investigaciones (véase, por ejemplo, Altman, D., Direct Democracy Worldwide, Cambridge University Press, 2011) que sugieren que hay una asociación fuerte entre el nivel de la democracia y el uso de estos mecanismos, tanto de los que ascienden (como la iniciativa popular) como de los que descienden (como ocurre con el plebiscito). La idea conforme a la cual este tipo de mecanismos no suelen emplearse en las verdaderas democracias, las que serían alérgicas a ellos y favorables, en cambio, solo a la democracia representativa, puede ser falsa y su persistencia deberse a eso que Flaubert llamaba ideas recibidas.
Veamos.
En el caso de los regímenes no democráticos el uso de mecanismos de democracia directa, en especial las consultas o el plebiscito, constituyen sin duda apenas una mímica de democracia, un simulacro o pantomima que se efectúa con fines de legitimación de las élites en el poder o para galvanizar el espíritu colectivo (como ocurrió en Chile para la consulta de 1978 o para el plebiscito de 1980). En un régimen dictatorial casi siempre ocurre con la democracia directa lo que en un alarde de sinceridad dijo alguna vez Somoza: “Usted puede ganar las elecciones a la hora de votar, pero no tenga dudas que yo ganaré a la hora de contar los votos”. Los casos en que el plebiscito en contextos no democráticos acabó en contra de quien detenta el poder son mínimos (Uruguay y Chile son la excepción; pero sumados representarían apenas el 0,2% del uso total de este tipo de mecanismos).
De manera que si se atiende a las dictaduras o regímenes autoritarios (como Venezuela hoy, o Cuba), no cabe la menor duda de que esos mecanismos son disfraces o pantomimas de democracia.
Pero ¿ocurrirá lo mismo cuando la democracia directa se establece en contextos democráticos, como será, es de esperar, el que establecerá la nueva Constitución?
En el libro citado más arriba, el profesor Altman explica que en los treinta años que van entre fines del XX y la primera década del XXI, hubo más de un centenar de votaciones directas (distintas a la mera elección de autoridades) en la región. Solo seis países no habían tenido jamás una experiencia de esta índole desde fines de los setenta. Del total de votaciones directas, el ochenta y cinco por ciento de ellas corresponde a mecanismos iniciados desde arriba (se trata básicamente de plebiscitos) y el quince por ciento restante fueron iniciados desde abajo (referendos, iniciativas populares, iniciativas consultivas). ¿Cuáles fueron los resultados de esas votaciones directas? ¿Es verdad que la mayor parte de las veces favorecieron a quien las convocaba, de manera que el uso de estos procedimientos en vez de fortalecer a la ciudadanía la acaba deteriorando?
No.
Lo que ponen de manifiesto las cifras es que la tasa de aprobación de este tipo de mecanismos no varía más que en un punto entre aquellos que son convocados desde arriba (referéndums convocados por quien está en el poder, donde pudiera haber temores más fundados de manipulación) y los que son convocados desde abajo (como las iniciativas de ley apoyadas en un número de firmas, donde tampoco parece verificarse un triunfo irrestricto de quienes las impulsan). La conclusión parece obvia: no es cierto que este tipo de mecanismos esté siempre expuesto a la manipulación y que las más de las veces constituya una simple artimaña o engañifa mediante la cual quienes los convocan, se convierten en césares, y tampoco es cierto que se trate de un simple arbitrio a cuyo través la ciudadanía, organizada mediante grupos de presión, acaba imponiendo sus intereses al proceso deliberativo.
Quizá haya, después de todo, algo útil en ese tipo de mecanismos si se los diseña bien.
Schumpeter dijo alguna vez que la democracia consistía en que las personas, cada cierto tiempo, elegirían qué élite las gobernaría. Algunas formas de democracia directa —bien reguladas, y en un contexto predominante de democracia representativa— pueden contribuir a que esa élite sienta y recuerde una y otra vez que el poder lo tiene de prestado y los ciudadanos recuerden que es suyo.
Carlos Peña