Hace 175 años, Karl Marx imaginaba una sociedad donde “yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico”.
La humanidad ha transitado de un mundo en que todos los miembros de la comunidad hacían más o menos lo mismo, quizás distinguiendo entre hombres y mujeres, a uno donde casi todos hacen algo distinto. En el ejemplo clásico de Adam Smith, la producción de un alfiler se divide en hasta dieciocho operaciones, ejecutadas por manos distintas, lo que permite multiplicar la producción en hasta miles de veces. Es cierto, la división del trabajo ha traído eficiencias enormes, que han permitido un nivel de vida antes impensado a magnitudes de población también impensadas. En palabras del propio Marx, “¿quién, en los pasados siglos, pudo sospechar siquiera que en el regazo de la sociedad fecundada por el trabajo del hombre yaciesen soterradas tantas y tales energías?”.
Pero, al mismo tiempo, la especialización aleja al ser humano del fruto de su trabajo, al punto de que a veces no sabe ni qué produce. Si producir alfileres puede ser poco inspirador, hacer solo una función menor del proceso, definitivamente lo es menos. La especialización aleja también al trabajador de sus pares, haciéndolos cada vez más diferentes. Esta diferenciación entre trabajadores los hace más interdependientes, pero, aun así, se va perdiendo la idea de compartir la misma suerte. Esta forma de organizar el trabajo fija a la persona en una esfera de actividad que a veces puede sentirse demasiado estrecha. Y, mal que mal, el trabajo ocupa gran parte del tiempo humano. Algunos tienen más suerte que otros, pero pocos no se han preguntado si serían más plenos si pudieran “dedicarse hoy a esto y mañana a aquello”. La proliferación de huertas, incluso en las ciudades donde no quedan metros cuadrados ni acompaña el clima, así como la tendencia a favorecer a los almacenes de barrio por sobre las grandes cadenas (porque la distancia entre el dueño y el que vende se elimina), son manifestaciones de este fenómeno.
Muchos, y en especial los jóvenes, luchan por encontrar sentido en sus trabajos, quieren que sean a la vez reflejo y definición de su identidad. Ello ocurre, en parte, gracias a que la división del trabajo se los permite. ¿Qué hacer, ahora, con el malestar que surge de una organización social basada en la especialización? ¿Es posible incorporar mayores espacios para la plenitud en el trabajo? ¿Puede la educación, quizás, ayudarnos a que nos plazca, por las noches, dedicarnos a la crítica? Probablemente, en alguna medida, sí. Pero el malestar que deriva de la especialización del trabajo tiene algo de inevitable. De otra forma, no habríamos liberado “las energías soterradas”, ni expandido, día tras día, la frontera del conocimiento. Además, la nostalgia por una vida distinta, variada, tal vez más simple, puede ser tan expandida como infundada: ¿quién sabe qué malestares acechan a quienes cazan por las mañanas, pescan por las tardes, pastorean de noche y cierran el día con un poco de crítica?