Vivimos tiempos puritanos. Tendemos a no creerlo, porque los bikinis son chicos, porque en Instagram se expone mucha carne voluntariamente, porque el reguetón y sus variantes permiten que la gente joven se contorsione de formas que antes hubieran parecido impúdicas y, en fin, porque la pornografía nunca había sido tan accesible y masiva. Todo eso puede ser cierto, pero se trata de formas culturalmente básicas y pobres, que quizá solo están encauzando el eros cerrado en el resto del arte. Si consideramos a Hollywood como un buen barómetro cultural, siempre sensible a las vibraciones de las costas de Estados Unidos, que han acogido y dado resonancia a buena parte de las tendencias culturales durante los últimos 70 u 80 años, entonces el puritanismo, la constricción sexual, son hegemónicos hace mucho rato. Ya es hora de tomarlo como un hecho de la causa.
Por lo pronto, Hollywood ya se deshizo del ícono sexual, en su versión femenina al menos, que era la más importante. La intelectual Camille Paglia lo constataba en un artículo de fines de 2019. En un primer acercamiento, esto parece una consecuencia obvia de la era del #metoo, que ha prevenido a las mujeres de tolerar abusos o condescendencias que antes eran habituales en el trabajo o en las relaciones. Y todo ello está bien. Lo no previsto es que hoy se mira con sospecha cualquier asomo de sexualización de la mujer en el cine.
Los hombres sí permanecen sexualizados, por cierto. Durante las últimas décadas ha sido mucho más común encontrarse en la pantalla grande con desnudos masculinos que femeninos. En “Érase una vez en Hollywood” (2019), de hecho, Tarantino sexualiza explícitamente a Brad Pitt, mientras que Margot Robbie, quizá una de las bellezas más absolutas del cine actual, no es más que una reservada Sharon Tate.
Más allá de su innegable calidad de gancho comercial, el sex symbol femenino de Hollywood era una fuerza de la naturaleza. Como dice Paglia, “descendía de diosas maternales como Venus e Isis, e implícitamente representaba la fuerza de la vida, a la naturaleza misma”.
La femme fatale, una de las manifestaciones más nítidas y complejas del símbolo sexual, ha sido, por lo menos desde “El ángel azul” (1930) en adelante, un problema sin resolución para los hombres. Pieza esencial de tantas películas, especialmente en el cine negro (un género que no tendría lugar sin ella), ha existido para recordarnos que los seres humanos estamos lejos de aspirar puramente al orden, la razón o la bondad. “El gran arte, incluido el Hollywood clásico, nos ha mostrado siempre las fuerzas irracionales hirviendo justo bajo la superficie de la civilización”, Paglia nuevamente.
La última femme fatale en propiedad fue posiblemente Sharon Stone en “Bajos instintos” (1992), una mujer que causaba al mismo tiempo tanto miedo como atracción. Su desaparición no merece tratarse como un tema puramente pintoresco. En los últimos treinta años, el cine se ha infantilizado a tasas crecientes, tendencia que, por cierto, es anterior al #metoo y consecuencia de muchos factores. Pero en la práctica, la renuncia al ícono sexual ha significado también la renuncia de Hollywood a abordar la complejidad de la vida adulta y, sumado a eso, un implícito desprecio en abordar la riqueza sensorial de la vida misma, al eros en sus amplias posibilidades de manifestación.
Entregado a Instagram
Es verdad que, como afirma Paglia, “las sobrepolitizadas fórmulas actuales sobre el sexo, con su combate ritual de villanos y víctimas, fallan en reconocer las inherentes complicaciones, inestabilidades y delirios de la atracción y el deseo”, pero el caso puede ser más grave aún. En la medida que el cine, en su saturación de efectos especiales, de superhéroes en combates fantasiosos, de explotación del terror, está dejando también de transmitir incluso las mismas materias de que está hecha la vida. Así como Hollywood parece entregado a Instagram y otras redes, la creación y administración del sex symbol femenino bien podría terminar entregando toda forma de eros.