El problema de la nación es uno de los ejes en torno al cual giran los debates de la Convención Constitucional. El uso del mapudungún como expresión de la nación mapuche ha agitado sus primeros días de funcionamiento. De hecho, Elisa Loncón, al asumir su presidencia, anticipó la postura de que Chile debía declararse un Estado “plurinacional”.
Es pertinente, en este contexto, volver a la pregunta que formuló Ernest Renan, intelectual francés, en un discurso pronunciado con este título en 1882 en La Sorbonne, inspirado en la pérdida de Alsacia y Lorena que sufriera su país ante Alemania. No fue —por cierto— el primero en preguntárselo. La Revolución Francesa y las guerras que le siguieron pusieron sobre la mesa —tal como sucederá en Chile en los debates constitucionales— la relación entre nación y etnias, nación y lenguaje, nación y política. La pregunta no solo es histórica, sino muy contingente. Los derechos fundamentales y las prácticas democráticas, ¿deben inscribirse en el marco de la nación?
Dos son los modelos que han prevalecido para su conceptualización: la nación política y la nación cultural. El primero surge de la Francia revolucionaria, siendo Emmanuel Sieyès quien mejor lo representa, asociando el concepto de nación al pueblo y a la patria, y rechazando una monarquía considerada ajena y foránea. La nación cultural admite varias interpretaciones, reconociéndose comúnmente que la mayoría de las naciones tiene un compuesto de poblaciones heterogéneas, pero que logran conformar una comunidad definida por condiciones prepolíticas, como el idioma, las costumbres, la historia.
Para gran parte de los teóricos de la nación, la composición racial no sería la más importante entre ellas. Además de comunidad, desde su uso con sentido político en los siglos XVII y XVIII, la nación es un principio de legitimidad política; una comunidad de ciudadanos. Se vincula con el Estado, pero no se confunde con él; tiene una cultura propia, una conciencia colectiva, una historia común, que tiene un significado político.
Puede incluso, como sostuvo Mario Góngora para la historia de Chile, ser formada desde el Estado. Lo mismo que en el caso francés, una nación soberana, por obra de la Revolución y las guerras. Sería, como sostuvo Renan en su famoso discurso, un plebiscito diario, el cual, en el caso europeo, es fruto de la diversidad cultural. No son los elementos raciales, religiosos o lingüísticos los que caracterizarían a la nación, sino la voluntad de pertenecer. Lo anterior no niega, sino que afirma la conciencia de un pasado común que cristaliza en su memoria histórica, pero también reconoce que sus tradiciones emanan de una forma de sincretismo; no basta con una cultura común para formar un consenso nacional durable. Es preciso, por el contrario, asumir que su búsqueda puede resultar en un nacionalismo excluyente.
El acuerdo sobre la prohibición de la violencia para zanjar las diferencias es fundamental en un Estado democrático, tanto como el reconocimiento de que esta ha estado en el origen de las fusiones de las poblaciones que lo componen. Por eso, dice Renan, “el olvido… incluso el error histórico, son un factor esencial de la formación de una nación”. Desde lo político, la Constitución es la piedra de tope del sistema de instituciones que estructuran la comunidad histórica que se reconoce como nación, y es inseparable de la participación de sus miembros en el conjunto de instituciones sociales, culturales y políticas de una comunidad. Tiene un rol funcional que busca la coherencia de las reglas y los procedimientos, y tiene una significación ética, porque estas corresponden a las convicciones morales de la comunidad.
En ese sentido, la nación implica un principio de solidaridad fundado en la aptitud de identificarse con el otro a través del debate público. Una solidaridad que rema río arriba, retrospectivamente, hacia las generaciones precedentes y fluye hacia el futuro, solidarizando con las generaciones venideras a través de la acción común de ciudadanos en el presente. Esa acción solidaria, que percibe sus propias tradiciones como fuente de igualdad entre individuos, grupos y comunidades de origen, de condición y de confesión, abierta a las diferencias internas, requiere una negociación permanente entre lo esencial e indiferente, entre lo público y privado.
En el debate sobre si la nueva Constitución debe establecer un Estado plurinacional, parece relevante repensar el concepto de nación que subyace, para lo cual puede ser necesario relacionar conceptos adyacentes como tradición, memoria, historia, con concepciones éticas inspiradas en la solidaridad, el respeto y la convivencia democrática. La política debe crear una comunidad política incluyente entre personas plurales y singulares que permita el ejercicio de una ciudadanía moderna. Arrogarse, diría Renan, el derecho a definir los contornos de la nación es una doctrina arbitraria y funesta que justifica toda violencia.
Ana María Stuven