El proyecto de ley de garantías de los derechos de la niñez y adolescencia no ha estado exento de profundas discusiones de orden antropológico, educativo y jurídico, evidenciando una oposición entre la autonomía y los derechos de los niños y adolescentes y el rol de los padres, interpretado como un límite para dicha independencia.
En tal sentido, la semana recién pasada el Tribunal Constitucional acogió los requerimientos acerca de la inconstitucionalidad de parte de los artículos 11, 31 y 41, los que señalaban que, de una u otra manera, en la forma y en el fondo, vulneraban el derecho preferente de los padres a educar a sus hijos, cambiando el orden de prelación respecto del artículo 19 N° 10 de la Constitución chilena.
Si bien hay que relevar que se hayan aceptado dichos requerimientos, no había que descuidar otros artículos muy delicados que hacían pensar que el veto presidencial tenía máxima significancia, en vista del fortalecimiento del rol de los padres para educar y proteger a los hijos. El día de ayer tal veto se hizo efectivo, aunque solo para algunos artículos, dejando otros muy complejos sin observaciones. Ahora el proyecto vuelve al Congreso para su revisión final. El deber presidencial de fortalecer la familia de acuerdo al mandato constitucional parece mantener una deuda.
Por nombrar algunos de los artículos que aún abren las puertas a la interpretación y que podrían llevar a una suerte de oposición entre los padres y los hijos, está aquel que establece los derechos de los niños como único criterio de interpretación del proyecto (art. 3), sin tomarse en cuenta el rol de los padres y las normas del Código Civil; el que reduce el interés superior del niño al máximo goce de sus derechos, en su reconocimiento y garantía (art. 7), contraviniendo el mismo Código Civil, donde se establece que los padres deberán preocuparse fundamentalmente de la mayor realización espiritual y material posible de sus hijos, y los guiarán en el ejercicio de los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana conforme a la evolución de sus facultades; el que consagra la libertad de pensamiento, conciencia y religión (art. 30), volviendo a excluir el derecho de los padres de educar a sus hijos conforme a sus propias convicciones morales y religiosas; el que establece que los niños tienen derecho a desarrollar su vida privada sin injerencias arbitrarias o ilegales (art. 33); el que consagra la reclamación por ilegalidad (art. 76), dejando de lado la voluntariedad de la protección administrativa, lo que podría abrir las puertas a la judicialización de la familia.
La cuestión fundamental aquí contenida es que cualquier hijo podría ejercer sus derechos “en consonancia con la evolución de sus facultades, atendiendo a su edad, madurez y grado de desarrollo que manifieste” (artículo 11 del proyecto de ley) sin la autoridad de los padres.
Cabe preguntarse si el derecho preferente y el deber de los padres a la educación de sus hijos se oponen a los derechos de estos o más bien se complementan armónicamente entre sí; si los derechos de los niños y adolescentes son fruto de un consenso parlamentario, o más bien son realidades que emanan de la naturaleza y la dignidad humana y, en este caso particular, de la relación filial entre padres e hijos. De ser así, cuestión basal, al Estado solo le compete el ineludible y siempre heroico deber de reconocer, promover, garantizar y proteger estos derechos.
Si la educación no es otra cosa que el acompañamiento hacia el mayor bien, de manera que los hijos alcancen la virtud y la felicidad, los padres son quienes más y mejor tienen el conocimiento de sus hijos y la voluntad de acompañarlos hacia aquel bien. De ahí que aquella donación por la cual los hijos reciben la vida deba ser complementada por la natural relación de acompañamiento de aquella vida, la educación, con el fin de asegurar que los hijos sean promovidos hacia la plenitud de su existencia. Es por eso que los padres, por el solo hecho de ser tales, son los primeros y principales educadores de los hijos.
En tal sentido, es especialmente preocupante que los padres vean reducida su tarea educativa a una simple prestación de “orientación y dirección en el ejercicio de los derechos” de sus hijos (artículo 11 del proyecto de ley).
No nos perdamos en algo tan trascendente. La autoridad o potestad de servicio que tienen los padres para acompañar a los hijos en su desarrollo integral es un cimiento fundamental, sin el cual aquellos no pueden educar ni estos recibir educación por medio de la recta obediencia.
Ignacio Hüe W.
Director Centro de Desarrollo Escolar Universidad Finis Terrae