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Editorial
Miércoles 21 de julio de 2021
¿El ocaso de la democracia?
Liderazgos autoritarios están aprovechando en su favor fenómenos como los generados por las redes sociales y las políticas identitarias.
Una variedad de eventos y situaciones que han estado ocurriendo en los últimos años en el mundo han sembrado un manto de dudas respecto de la salud de la democracia como forma de convivencia política y social. El hecho de que un Presidente de EE.UU. hubiera avivado personalmente, sobre la base de falsas acusaciones de fraude electoral, a las turbas que luego irrumpieron en el Capitolio, desafiando instituciones democráticas fundamentales; el que ciertos gobiernos de Europa Central hayan logrado torcer en su favor los equilibrios entre los distintos poderes del Estado, dañando otro pilar de la democracia, o que las noticias falsas sean utilizadas con cada vez mayor asiduidad como arma para desestabilizar gobiernos y debilitar instituciones, muestran las dificultades que la democracia enfrenta en el siglo XXI.
En una reciente presentación virtual en nuestro país, el reconocido psicólogo social Jonathan Haidt advertía lo difícil que estaba resultando para las sociedades modernas lograr la sintonía social fina que permite a la democracia funcionar adecuadamente. La irrupción de las redes sociales y de las nuevas generaciones que las utilizan masivamente, combinadas con su capacidad para producir indignación moral respecto de los fenómenos que caracterizan a las complejas sociedades actuales, estarían fragmentando su cohesión y disolviendo la confianza en las instituciones en que la democracia se sustenta, afectando con ello su buen funcionamiento.
Por su parte, en su último libro, “El ocaso de la democracia”, la historiadora y periodista estadounidense Anne Applebaum pregunta si acaso esta exacerbada dificultad para encontrar consensos, alimentada por las ya mencionadas tecnologías digitales, que dividen a las personas, agudizan la polarización y arrastran a sus dirigentes hacia el autoritarismo, podría hacerse prevalente. En otras palabras, Applebaum plantea una legítima interrogante: ¿verá el siglo XXI la llegada de contingentes cada vez más numerosos de defensores de ideas iliberales o autoritarias, surgidas muchas veces de políticas identitarias que fraccionan a las naciones o que utilizan la indignación moral para desestructurar la deliberación democrática y de esa manera instalar líderes autoritarios?
Colabora a alimentar esa duda el éxito económico de China, cuyo impresionante progreso de los últimos 40 años lo ha conseguido un régimen dictatorial, sostenido por un partido único. La existencia de ese ejemplo puede conferir a los sistemas autoritarios un prestigio de “eficacia” del que hasta hace poco carecían, impulsando la adopción de ideas antidemocráticas. Cabe advertir, sin embargo, que la alta tasa de crecimiento china, que ha sacado de la pobreza a cientos de millones de sus compatriotas, no es sostenible indefinidamente en el tiempo. Inevitablemente, la nación asiática se verá sometida a tensiones similares a las de los países occidentales más avanzados, las que no tendrán canales de expresión a través de la deliberación democrática. No es claro que, conforme se complejicen las demandas de su población, la autoridad pueda imponer autoritariamente la cohesión social y de ese modo dar salida a los conflictos. Ha sido precisamente ante esos dilemas que el avance civilizatorio ha encontrado en la democracia representativa no solo el mejor camino para conducir a las sofisticadas sociedades tecnológicas que se despliegan en el siglo XXI, sino el único aceptable conforme parámetros de dignidad humana.
Esto devuelve al argumento original de Haidt: lograr que la democracia funcione bien es mucho más difícil de lo que hasta hace poco parecía, pero, aun así, los esfuerzos por conseguirlo dan mejores frutos que la pasiva aceptación de autoritarismos que no admiten desafíos. Esa convicción no debe ser abandonada por las sociedades abiertas que aspiran a ser libres y prósperas.