La soberbia es un sentimiento perjudicial para la convivencia social, porque la afecta negativamente de distinta forma. Quienes la padecen suelen sentirse superiores a las personas con quienes interactúan. Creen poseer mayor conocimiento, actúan bajo el convencimiento de que sin la propia experiencia difícilmente se puede actuar correctamente o lograr un razonamiento acertado. En otras palabras, se arrogan la verdad, lo cual se traduce en que sus conceptos sobre distintas materias —en ocasiones doctrinales o ideológicos— son concluyentes. He aquí una raíz de sectarismos e intolerancia.
También, quienes detentan estatus, de algún tipo, hacen notar la distancia, actuando despectivamente y, más corrientemente todavía, nos topamos con personas que se consideran “señores” del cargo al cual accedieron circunstancialmente, en vez de considerarse meros administradores o servidores del mismo. Inflaman su autoestima burdamente, muchas veces llamando la atención, exigiendo esto o aquello, un trato especial dada su potestad. En este sentido, la actitud soberbia aflora más frecuentemente en los ámbitos de poder, en personas que sin tener trayectoria o experiencia de gobierno acceden a alguna jefatura, dirección o representación. Nada más antidemocrático que la soberbia, eso de sentirse supremo o patrón respetable.
El soberbio tiende a rebajar la dignidad ajena y desconoce el valor de la humildad. Se demuestra arrogante, jactancioso, con escasa disposición a reflexionar con sus interlocutores. Y, de participar en algún debate, tiende a afirmar con rotundidad su idea o criterio. En este sentido, la acepción del término soberbia puede aplicarse a un colectivo, a saber, una entidad integrada por personas que mantienen una posición en forma empecinadamente intransable, haciendo imposible alcanzar un acuerdo.
Al respecto, nuestra historia ofrece casos emblemáticos: la Guerra Civil de 1891, por ejemplo, que se debió al choque de dos concepciones de gobierno defendidas en forma ensoberbecida, al extremo de zanjarlo mediante las armas. Más cercanamente, hubo sucesos en los años 70 de los cuales muchos compatriotas fuimos testigos.
Ahora, al iniciarse el proceso de deliberación sobre un proyecto de nueva Constitución, convencionales develaron un perfil soberbio: “Los que ganamos representamos a la gente, que quede clarito… vamos a poner los grandes temas… los grandes acuerdos, los demás (la derecha) tendrán que sumarse”; por su parte, un grupo de ellos se siente al parecer lo suficientemente empoderado como para asumir atribuciones que no les competen. Su estatus no es superior a la institucionalidad política existente, integran la entidad obedeciendo a un mandato ciudadano preciso y del cual rendirán cuentas en plazo determinado. Lo propio es abocarse con moderación y espíritu cívico al cometido al que se comprometieron, con voluntad de diálogo y predispuestos a lograr consensos de bien común. Quienes impongan la confrontación, la altivez y supervaloración del argumento propio, impidiendo la conformidad, terminarán por deslegitimar la Convención.