Si hay algo digno de análisis en la ceremonia de ayer —descontados los previsibles incidentes y las reacciones exageradas de algunos convencionistas— son las palabras de quien asumió la presidencia.
Elisa Loncón dijo que era posible —y esta sería la tarea de la Convención— refundar Chile haciéndolo transitar hacia un “país plurinacional, multicultural”, que reconozca derechos fundados en las identidades y “cuide los derechos de la madre tierra y limpie las aguas”. Pidió un minuto de silencio por los muertos de la ocupación de la Araucanía, las víctimas de la revuelta e instó por la libertad de quienes estaban privados de ella luego de octubre.
En otras palabras —y como consecuencia, sin duda, de lo emotivo del momento— incurrió en una petición de principio: dio por zanjado lo que le corresponde a la Convención discutir.
Todas las opiniones que en su discurso vertió la presidenta son, por supuesto, dignas de ser defendidas (y algunas de ellas discutidas); pero es obvio que parecen excesivas como discurso de instalación de quien fue escogida para conducir con imparcialidad un largo proceso de deliberación cuyos resultados —si se trata, en efecto, de una deliberación— no resulta correcto anticipar. Todo aquello por lo que abogó la presidenta a la hora de asumir debe ser fruto de una deliberación razonada que a la mesa directiva le corresponde garantizar, en vez de ser el punto de partida del quehacer de la Convención.
En otras palabras, la principal tarea de la directiva cuya conformación se completará hoy no consiste —en su calidad de tal— en abogar por alguno de los puntos de vista en juego, sino favorecer la expresión equilibrada de todos para así formar una voluntad común.
La Convención Constitucional que se instaló ayer —y en la que todos cifran esperanzas— es, por decirlo así, un bien procedimental. Sus virtudes derivan del hecho que mediante ella se instituye un procedimiento imparcial que sin dar ninguna ventaja ex ante a ninguno de los partícipes, permite que todos los puntos de vista tengan la oportunidad igual de persuadir a los demás, única forma de que, a su vez, tengan el deber de dejarse persuadir cuando las razones así lo demanden. Dicho de otro modo, lo que la ciudadanía decidió en el plebiscito fue un camino y no una meta, un procedimiento y no un resultado, una forma de zanjar puntos de vista opuestos, no de asignar por anticipado y ex ante el triunfo a ninguno.
¿Reconocerá Chile su carácter pluricultural?, ¿se concebirá la relación con el medio ambiente como una relación maternal?, ¿deberá la Convención establecer derechos derivados de las identidades múltiples que los ciudadanos pueden esgrimir?, ¿habrá que refundar Chile? Todas esas no son metas que la convención debe alcanzar, objetivos que deba necesariamente perseguir, sino preguntas a responder luego de un procedimiento donde todos los puntos de vista deben ser evaluados. Por supuesto, es posible, atendidas las fuerzas en juego, predecir las respuestas; pero ello es distinto a darlas por sentadas o instituirlas como metas explícitas por parte de la directiva.
Y eso es lo que hizo la presidenta. Y es de esperar que no lo repita la directiva que hoy se conformará.
Ese carácter procedimental de la Convención —ser un bien, si se quiere, cuyas virtudes son una mera forma y no un contenido— impone especiales deberes a la directiva que se instale, cuyos miembros tienen un deber de imparcialidad no por supuesto a la hora de discutir o debatir en tanto convencionales, sino cuando ejerzan el cargo directivo que se les confiere. Conducir una Convención impone, en otras palabras, una cierta servidumbre que no inhibe las propias opiniones, pero obliga a manifestarlas en condiciones de un debate igual, sin darlas por aceptadas por el hecho de ser elegida o elegido como integrante de la directiva.
Por eso, al margen de lo importante y significativo que resulta que una mujer mapuche presida la convención —algo que hay que celebrar con sobriedad y sin deslizarse hacia el paternalismo—, ello no debe inhibir el deber de subrayar en qué consiste la Convención y cuáles son los deberes de quienes la conducen.
Carlos Peña