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Editorial
Viernes 11 de junio de 2021
Política industrial en perspectiva
La idea de una política industrial dirigida desde el Estado no constituye una novedad en América Latina. El balance no ha sido exitoso.
Una mucho mayor injerencia del Estado en materias económicas aparece como uno de los ímpetus transformadores en la agenda de políticas públicas que hoy impulsan distintos sectores de la izquierda. En particular, la propuesta de una política industrial dirigida en forma centralizada, en donde la burocracia del Estado selecciona a los sectores y empresas con potencial para ser beneficiados, es ofrecida como uno de los pilares del futuro modelo de desarrollo. La evidencia mundial respecto del impacto de esta estrategia, sin embargo, es bastante más frágil de lo que sugieren quienes la impulsan.
Un primer elemento a considerar es que la idea de una política industrial dirigida desde el Estado no constituye una novedad en América Latina. El fallido intento de industrialización mediante sustitución de importaciones implementado durante el período posterior a la Gran Depresión nos lo recuerda. En Chile, el proceso fue particularmente traumático, al permitir la ampliación de ineficiencias y monopolios del Estado; afortunadamente, se lo abandonó durante la década de 1970. Un legado de tal enfoque fue Corfo (fundada en 1938), institución con un amplio presupuesto, pero con pocas medidas objetivas que demuestren su impacto de mediano y largo plazo. Más recientemente, los intentos de distintos países por impulsar clústeres productivos de la mano del Estado tampoco han generado evidencia robusta que demuestre que, desde el punto de vista de un análisis de costo y beneficio, funcionen.
Un segundo elemento a notar es que el intento por reflotar la idea de una política industrial señala como evidencia a su favor los casos aparentemente exitosos, pasando por alto en cambio una larga lista de fracasos. Pero, incluso en el contexto de los ejemplos más positivos, es necesario identificar aspectos de las estrategias que se omiten, así como referirse a los problemas que han generado. Por ejemplo, es correcto plantear que, en el caso de Finlandia, el rol de la política industrial en la acumulación de conocimiento y en el impulso de nuevos sectores ha sido importante. De hecho, a partir de la crisis de los 90, el foco de las políticas fue el impulso a la industria tecnológica como manera de mejorar la especialización y aprovechar las oportunidades de la globalización. No obstante, más que favorecer a un sector en específico, la prioridad de Estado ha sido la de crear condiciones transversales que faciliten las nuevas tecnologías y negocios. Esto pasa por fortalecer las reglas y la institucionalidad para el funcionamiento de los mercados.
En Japón, por otra parte, luego de la Segunda Guerra Mundial, la intervención del gobierno en favor de ciertos sectores se ha justificado en razón de la protección de las industrias emergentes, la corrección de fallas del mercado, el impulso a la competitividad, la investigación y el desarrollo, y el mejoramiento de la calidad de vida. No obstante, la política industrial nipona ha requerido de una fuerte capacidad institucional para complementar los mecanismos de mercado y mantener una buena asociación entre el sector público y el privado. Así, también aquí un marco regulatorio promotor de la iniciativa privada fue necesario. Y en el caso de Corea del Sur, si bien se intenta plantear que el principal causante de su crisis financiera de 1997 fueron las excesivas y descoordinadas inversiones privadas financiadas por el acceso a los mercados de deuda internacionales, las que habrían debilitado la política industrial, la evidencia sustenta la visión alternativa de que fue la excesiva intromisión del Estado la que generó un comportamiento estratégico entre los privados (riesgo moral) que, en último término, desembocó en la crisis que hizo caer el PIB del país en un 5,8% en 1998.
Se demanda entonces una visión técnica más ecuánime respecto de las ventajas y desventajas de un papel más preponderante del Estado en materia de política industrial. Ello, sin duda, debe incluir un reconocimiento del rol central de la promoción de la competencia y la iniciativa privada en cualquier sector de la economía. Del mismo modo, debe alertar de los riesgos de que la intervención del Estado en un área productiva específica pueda terminar justificando la constitución de monopolios públicos, con el consecuente impacto sobre la eficiencia, justicia y bienestar de la población.