Uno de los elementos más devastadores de la pandemia de coronavirus ha sido la incapacidad de cuidar personalmente a los familiares muertos por la enfermedad. Una y otra vez, hijos, padres, madres y hermanos en duelo han relatado cuán terrible fue la muerte de un ser querido, porque ni siquiera le pudieron tomar la mano para brindar una presencia familiar y reconfortante en sus últimos momentos. Los más afortunados apenas pudieron decir su último adiós a través de la pantalla de un teléfono móvil o un walkie-talkie sostenido por una enfermera, o mirando a lo lejos detrás de una mampara de vidrio.
¿Cómo se puede superar el dolor y la culpa abrumadora que surgen cuando se piensa en un ser querido que muere solo? No tengo respuesta a esa pregunta.
Los profesionales de la salud siempre esperamos ayudar a los pacientes y sus seres queridos a recuperar el proceso de la muerte desde un enfoque clínico a uno que sea apreciado como experiencia humana única y rica. En nuestro país, este sentimiento siempre ha estado presente en los equipos de profesionales de “primera línea” contra el covid-19, y algunas autoridades sanitarias, reforzando este principio, han recomendado que integremos esta despedida amarga y solitaria a nuestro imaginario dentro de una nueva “normalidad”. Algo muy difícil de lograr cuando uno tiene el convencimiento de que los muertos se fueron necesitando un abrazo, una mirada o una palabra de consuelo. En medio de este desolador panorama hay quienes viven una situación especialmente dramática: los pacientes de mayor edad que, tras contraer la enfermedad, están internados en los hospitales con pocas posibilidades de sobrevivir y completamente solos. En su angustia, es común que muchos le rueguen al personal de salud que les transmitan un adiós a sus hijos y nietos.
En Chile, las situaciones de los fallecidos por covid-19 se ha manejado de una forma bastante digna; pero hay países donde, superadas las morgues y los servicios funerarios, los cadáveres han sido arrojados a una fosa común, a un container refrigerado o simplemente amontonados en un pasillo del hospital, cubiertos por una sábana y una etiqueta con el nombre en el pie. La soledad de los muertos, en esta coyuntura, es un quebranto de la memoria y un distanciamiento social que impone la interrupción de los duelos. No hay caravana fúnebre ni servicio religioso, no hay sentido pésame ni presencias dolientes. Ya no es el silencio sepulcral el que someterá a los muertos a su usual soledad, sino el silencio sanitario para proteger a los vivos, el ritual fúnebre que fija en la memoria la presencia del individuo fallecido que sale del teatro del mundo por la puerta de atrás.
Desde que partimos con la pandemia no he dejado de pensar en la tristeza de estas personas y sus familias, con el duelo fracturado y el temor de las ausencias irresueltas.
Cuando enfrentamos una nueva ola de la pandemia en Chile y los decesos en el mes de mayo superan los cuatro mil, ¿cómo no proponer otros protocolos u otra política que nos ayude a reducir el impacto del duelo roto?
Los cuerpos de los difuntos se fueron hasta sus nichos cortejados por el silencio, mientras aquí quedamos los vivos, en una existencia confinada entre el duelo y la fantasmagoría.
Dr. Jorge Las Heras