Ríos de tinta se han vertido con la intención de comprender la colosal disrupción que puso de manifiesto la megaelección de mayo. Fue la consagración, ahora lo sabemos, de dos eventos cuyo significado aún no habíamos terminado de digerir: el estallido social de 2019 y el plebiscito de 2020. Si alguien aún creía que la historia había terminado, es hora de que despierte. Estamos ante un cambio tectónico, como no se había visto desde 1988 con el triunfo del No, cuando no desde 1973 con el Golpe.
Muchos declaran ahora haberlo vaticinado, para lo cual desempolvan tesis que por años estuvieron arrumadas. Es la ventaja de quienes están en la industria de anunciar cataclismos: invariablemente llegará la hora en que tendrán razón, aunque en el ínterin la historia marchara por otros derroteros absorbiendo elementos que no estaban en el radar. Es la ventaja, también, de quienes no ven el presente sino como una repetición de leyes pretéritas, aunque para confirmarlo deba transcurrir la vida de varias generaciones.
El tipo de cambio que se está inaugurando en Chile no responde a la mecánica del pasado, y tampoco es un fenómeno exclusivamente endógeno. Aunque hiera nuestro chovinismo, hay que admitir que él se alimenta y forma parte de corrientes socioculturales globales de reciente aparición. La disrupción, como la pandemia, confirman que la globalización no parte ni se cierra con el TPP11.
En efecto, es imposible no ver la convergencia entre los sucesos en Chile y la crítica a la lógica del crecimiento económico que nace del movimiento ecologista, cuyas banderas movilizan a los jóvenes de todo el planeta. O con el cuestionamiento del lenguaje y las jerarquías propias del orden patriarcal, denunciadas por corrientes feministas que, aunque tienen larga data, experimentaron una masificación explosiva tras el #metoo. Hay también vasos comunicantes con el quiebre de jóvenes europeos, muchos de ellos hijos o nietos de inmigrantes que lo entregaron todo por asimilarse, con un sistema que los discrimina y los lanza a los brazos del dogmatismo y fanatismo. También, con la movilización de los “chalecos amarillos” en Francia, donde tomó cuerpo el hartazgo de una clase media precarizada con una élite política indiferente a sus dolores, tanto materiales como subjetivos. O con la reacción que culminó en el Brexit, cuyo lema, “Take Back Control”, condensó el fastidio del pueblo inglés hacia una tecnocracia que a nombre del mercado y la globalización les arrebata a las personas el control de su propia vida —algo parecido, ojo, a lo que dio el triunfo a Trump—. Hay evidentes paralelos, asimismo, con la denuncia de la corrupción de los partidos tradicionales y la apelación a una democracia directa basada en redes sociales, que en 2013 dio el triunfo en Italia al movimiento 5 Estrellas, fundado por un cómico.
Los casos mencionados —la lista podría ser aún más larga— comparten al menos tres rasgos: la rebelión y politización de clases medias que se sienten invisibilizadas por un orden que favorece a las élites dirigentes y, marginalmente, a los más pobres; la desconfianza en la democracia representativa y la búsqueda de nuevas formas de participación basadas en los territorios, y el desplazamiento de las ideologías propias del siglo 20 por el discurso feminista y ecologista, diseminado a partir de las generosas aulas universitarias.
¿Se puede asumir lo de Chile como una mera réplica de esas tendencias globales? Por supuesto que no, pero sería de un provincianismo obtuso pasarlas por alto. Tenerlas presentes podría evitar, entre otras cosas, la tentación de mirar el presente con los lentes del siglo 20 —como lo hacen actores de ambos extremos del arco político— y apreciar la alucinante novedad del actual momento histórico.
Eugenio Tironi