La elección de convencionales constituyentes confirmó lo que ya se avizoraba en la franja televisiva: fragmentación, polarización, eslóganes vacíos, reiteración de derechos sin deberes y consideración del nuevo texto constitucional como la panacea que sanará todos nuestros males. Preocupa que gran parte de los convencionales no reconozcan domicilio en partidos políticos sin que sean realmente independientes, ya que promueven ciertas causas que, sostienen, se identifican con lo que quiere “el pueblo”.
Frente a las declaraciones de muchos de ellos, sin siquiera todavía estar investidos en su cargo, vemos que los límites y reglas de la Convención son menospreciados si no derechamente cuestionados. Mientras un constituyente señala que no conversarán con nadie de derecha y condiciona el diálogo con partidos de izquierda, otro llama a expropiar los derechos de agua o las fortunas de las familias más ricas sin indemnización. Mientras un constituyente dice que el pueblo desbordó el acuerdo del 15-XI-2019 e instaló una asamblea constituyente, otro llama a restringir o prohibir las inversiones extranjeras.
Pero lo que ya superó toda previsión es el llamado a huelga para que la Convención decrete la liberación de los “presos políticos de la revuelta”. Según el candidato a primarias presidenciales Daniel Jadue, se trataría de personas detenidas “por pensar distinto”, como si saqueos, incendio del metro, edificios e iglesias, o la destrucción de bienes públicos fueran “opiniones” y no gravísimos ilícitos penales.
Frente a este panorama —que, en realidad, no hace más que replicar el desprecio a las normas que ya viene de hace tiempo—, debe insistirse en que la Convención Constitucional es un órgano que está regulado expresamente por la Constitución y que tiene una única y exclusiva función: redactar una nueva Constitución para que sea propuesta a plebiscito.
Vale la pena, por tanto, insistir en las reglas constitucionales que configuran la competencia, el funcionamiento y los límites de la Convención. Lo primero que debe hacer es aprobar por 2/3 de sus miembros su reglamento interno y más adelante las normas de la nueva Constitución por ese mismo quórum. Las reglas que la rigen disponen que “la Convención no podrá alterar los quorums ni procedimientos para su funcionamiento y para la adopción de acuerdos”, así como que “la Convención no podrá intervenir ni ejercer ninguna otra función o atribución de otros órganos o autoridades establecidas en esta Constitución o en las leyes”, ni menos derogar o modificar la Constitución vigente. Se añade que “le quedará prohibido a la Convención, a cualquiera de sus integrantes o a una fracción de ellos, atribuirse el ejercicio de la soberanía, asumiendo otras atribuciones que las que expresamente le reconoce esta Constitución”. Los límites para el texto de la Constitución que se acuerde son clarísimos: respetar el carácter de República del Estado de Chile, su régimen democrático, las sentencias judiciales firmes y los tratados internacionales vigentes.
La Convención no puede ir contra sentencias que dispongan la prisión preventiva por delitos, ni establecer expropiaciones sin indemnización que vulneran el derecho de propiedad consagrado en tratados internacionales de derechos humanos ni restringir o suprimir las inversiones extranjeras que desconozcan los tratados de libre comercio. Menos aún puede cambiar los quorum de aprobación de las normas ni establecer plebiscitos para dirimir desacuerdos. En esto se juega la legitimidad de la propuesta que se haga al país como nueva Constitución.
Sería conveniente que en el decreto de instalación que debe dictar el Presidente de la República se contemple un juramento o promesa de cumplir con todas estas reglas como requisito de la investidura. Se puede adaptar la fórmula contenida en el Reglamento de la Cámara: “¿Juráis o prometéis guardar la Constitución Política del Estado y desempeñar fiel y lealmente el cargo que os ha confiado la Nación?”. A falta de este juramento o promesa, los convencionales no serán investidos y no podrán ejercer como tales. Con esto a lo mejor conseguimos que lean las normas que rigen su delicadísima función.