Tendemos a pensar en la polarización política como la distancia entre las posiciones con las que la gente se identifica, por ejemplo, en el eje izquierda/derecha, en impuestos o en política social. Esto se conoce como polarización ideológica. Pero hay otra forma importante de polarización, relacionada con la animosidad entre personas con posturas distintas. Se le llama polarización afectiva y se mide comparando las evaluaciones que las personas hacen de “los suyos” y de “los otros” o la disposición a socializar con los del otro bando. Ambas formas de polarización están conectadas, pero no son lo mismo y no siempre van a la par (Levendusky y Malhotra, 2016).
En Estados Unidos, donde esto se ha investigado más, hay consenso en que en las últimas décadas la polarización, tanto ideológica como afectiva, ha aumentado en la élite política. En la población general es menos claro lo que ha pasado en términos ideológicos, pues el ciudadano medio sigue siendo moderado (Fiorina et al., 2008; cft. Abramowitz y Saunders, 2008). Aun así, la población está mucho más polarizada en sus afectos: si en 1960 el 5% declaraba que se sentiría infeliz si su hijo se casara con alguien del partido contrario, en 2010 esta cifra llegó a 33% entre los demócratas y a 49% entre los republicanos (Iyengar et al., 2012).
¿Por qué la sociedad norteamericana, que se ha vuelto más tolerante en otras dimensiones, ve con peores ojos emparentarse con quien piensa distinto? La pregunta es importante para la convivencia democrática. Aunque se quiera culpar a las redes sociales, la polarización afectiva no ha aumentado especialmente entre quienes más las usan, tampoco en todos los países (Boxell et al., 2017 y 2020). Parece más plausible la tesis de que se han fortalecido las identidades partidarias, con una alineación más clara con la ideología, la raza y la religión (Iyengar et al., 2019).
Parte de la polarización afectiva se debería también a percepciones equivocadas (o exageradas) de los otros (Druckman et al., 2020). El relato típico en EE.UU. hoy es que ser republicano o demócrata forma parte de una identidad abarcadora, que se refleja en cada opinión y en cada detalle del modo de vida. Algo tiene de cierto, pero es exagerado. Hace poco el New York Times mostró fotos del interior de refrigeradores, pidiendo adivinar si correspondían a hogares de votantes de Biden o de Trump. Pese a las caricaturas imaginables de comida orgánica vs. chatarra, los informados lectores del NYT no adivinaron el voto con más éxito que una moneda.
Lo cierto es que la polarización afectiva disminuye cuando las personas se informan sobre otros puntos de vista (Levy, 2021) o cuando se les entrega información biográfica sobre el otro (Rogowski y Sutherland, 2015). De hecho, se ha dicho que el problema empeoró en los noventa, cuando entre los senadores se puso de moda mantener a las familias en los estados, no en Washington DC: dejaron de encontrarse socialmente (Haidt, 2012).
¿Y nosotros? ¿Tendrá nuestra crispación más que ver con la ideología o con los afectos? La última CEP muestra que la gente se identifica mucho más con el centro que con los extremos. Pero, a diferencia de EE.UU., acá la identidad de los partidos se ha debilitado. Aun así, el ambiente se percibe cargado. ¿Es posible que, como los refrigeradores norteamericanos, seamos menos diferentes entre bandos de lo que a veces pensamos?