En esta época sombría en que nos ronda la muerte, que la vemos retratada con insistencia en imágenes de todo el mundo, volvemos a pensar en la trascendencia del rito que da significación y sentido a la última de las despedidas, instante del contacto material final entre los seres humanos y sus universos ideales. Los ritos pertenecen, en general, al ámbito de una cultura compartida, cuando no hegemónica, incluidos los preceptos religiosos propios de ella. Pero, ¿qué ocurre con quienes no profesan una religión o no pertenecen a la convención social? En la vida hemos presenciado funerales de espiritualidades y filosofías muy diversas, y aquellos que no tienen vínculo con la norma colectiva ocurren casi siempre en contradicción, incluso roce físico con la arquitectura y sus simbolismos; en otras palabras, no tienen un espacio propio.
Ya en los albores de nuestra República, los fundadores comprendieron la necesidad de contar con un cementerio público desvinculado de la estructura eclesial que acogía exclusivamente a los suyos en lo que se denominaba “campo santo”. Bernardo O'Higgins inauguró el Cementerio General de Santiago en 1821, pero recién en 1854 se permitió el entierro de protestantes o “disidentes” en lugares asignados, y solo en 1871 un decreto estableció la sepultura sin distinción de credo y permitió la creación de cementerios laicos con fondos y administración fiscales.
En la cultura norteamericana, esencialmente diversa y democrática y donde no impera una religión mayoritaria, los ritos funerarios pasaron del ámbito del hogar, donde se acostumbraba a velar a los difuntos hasta el siglo XIX, a una institucionalidad de numerosos negocios familiares, pequeños e independientes, que existen hasta hoy y que, sin imponer credo ni iconografía religiosa, reproducen la sencillez e intimidad de los espacios domésticos –además de proveer los servicios necesarios–, de hecho adoptando ese nombre hasta hoy: las ceremonias tienen lugar en “hogares” o “salones” funerarios privados distribuidos por la ciudad, mientras que es menos frecuente que se realicen en un templo religioso.
En España, por otra parte, surgió desde la década de los 70 una tipología arquitectónica de espacios ecuménicos y culturalmente neutros para ritos fúnebres, llamados “tanatorios”, muy populares y que se han ido reproduciendo en otras latitudes del mundo latino. Son sitios de gran interés para el diseño, de una inmensa carga poética que surge naturalmente de los atributos más abstractos de la arquitectura y el paisaje, imbricados con el tejido urbano e insertos en la complejidad y diversidad de las sociedades contemporáneas. Nos harían bien en Chile.