Nuestro país enfrenta un momento político y social inédito en su historia, la posibilidad de elaborar una nueva Constitución a través de un proceso participativo y representativo. En este escenario, será indispensable que la nueva Carta Magna genere reglas del juego estables, en el sentido de que den certeza, entre otras materias relevantes, a las decisiones económicas de las personas y de las empresas. Esto es especialmente importante para la inversión, que es altamente sensible al marco institucional que se espera prevalezca cuando se desarrollen proyectos específicos. Pero es igualmente importante reconocer que este principio es insuficiente para orientar una organización de la economía que sea coherente con un desarrollo inclusivo y sostenible, por lo que debemos revisar qué otras reglas del juego se deben promover durante el debate constitucional.
Las reglas del juego tradicionales consideran que el progreso de la sociedad depende fundamentalmente de la acumulación de capital, relegando a un segundo plano la incorporación de nuevo conocimiento a las actividades productivas. Las reglas que sostienen el proceso de acumulación, especialmente de capital físico, son el respeto del derecho de propiedad; el cumplimiento oportuno de los contratos; la calidad e independencia del proceso judicial; la protección de la propiedad intelectual; la calidad del sistema regulatorio, y la vigencia del orden público. Estos factores son indispensables para avanzar hacia el desarrollo, pero no son suficientes, porque en la práctica los mercados no tienen la capacidad de articular las múltiples decisiones independientes con el bien común.
Es sabido que un escenario de prolongada incertidumbre puede detener muchas inversiones a la espera de conocer cuáles serán las reglas del juego que prevalecerán, por lo que hay una tendencia natural a acentuar la necesidad de generar certeza en estas reglas tradicionales. Sin embargo, avanzar hacia un desarrollo inclusivo y sostenible representa grandes desafíos, como la creación de empleos de calidad; la integración social en las ciudades y en los territorios, y la preservación de los activos ambientales para el uso y goce de las futuras generaciones. Las soluciones que entregan los mercados en estos ámbitos son deficientes, lo que genera riesgos para la estabilidad política y social.
Los grandes problemas de la sociedad son complejos y solo se pueden abordar cuando actúan simultáneamente el Estado, los mercados y la sociedad civil, en un ambiente colaborativo. En este sentido, el rol del Estado debe orientarse a articular el esfuerzo del conjunto de los actores en torno a los objetivos comunes, teniendo muy claro que sin el aporte del sector privado y de la sociedad civil es muy poco lo que se puede avanzar.
Sin embargo, una condición indispensable para enfrentar grandes desafíos como sociedad es que el esfuerzo colectivo vaya acompañado de un crecimiento económico sostenido y, especialmente, de incrementos de la productividad que se distribuyan ampliamente en la población. Esto se obtiene a través de un esfuerzo explícito para incorporar nuevos conocimientos en las actividades productivas. Sin una economía dinámica, la capacidad de enfrentar con éxito dichos desafíos es muy limitada.
La constatación de este hecho pone a la innovación en el centro de una estrategia de desarrollo, un enfoque muy diferente al que prevalece hoy, y que se basa fundamentalmente en el desenvolvimiento espontáneo de los mercados, y cuyas consecuencias están en el origen de la crisis que vivimos.
La esencia de las nuevas reglas del juego es institucionalizar la colaboración, para que todo el potencial de los mercados se conecte con los resultados esperados por la sociedad. En este sentido, no necesitamos una extensión espontánea de la libertad de mercado, sino una estrategia intencionada para organizar el esfuerzo colectivo en torno a los grandes desafíos comunes.
Entre los elementos que permiten institucionalizar la colaboración está la flexibilidad que necesita el Estado para articular a los demás actores; el establecimiento de un marco que promueva una amplia asociación público-privada; el aporte que deben hacer las universidades (públicas y privadas) en este sentido; la descentralización de las decisiones para favorecer entornos colaborativos; la coordinación que deben tener los organismos públicos para orientar la consecución de objetivos de bien común; el fomento de un tejido social más sólido para reforzar una participación activa. Las reglas del juego no tradicionales que permiten desplegar estos elementos son de diversa naturaleza, pero deben estar bien asentadas en los principios fundamentales del ordenamiento económico.
En síntesis, el debate constitucional debe armonizar las reglas del juego tradicionales con aquellas que institucionalizan la colaboración. De esta manera, el desarrollo del país puede abordar los grandes desafíos de la sociedad, especialmente en términos de inclusión y sostenibilidad.