“Cultura” es una palabra con la que solemos aludir a lo que concierne a la creación, producción y difusión de las artes, pero ese es un sentido restringido del término, que tiene también un significado amplio, mucho más amplio, que se refiere a todo lo que resulta de la acción conformadora y finalista del hombre. Así definía “cultura”, en este sentido amplio, nuestro filósofo Jorge Millas, de manera que cultura son, por ejemplo, las ciudades en que vivimos, las carreteras que construimos, las catedrales que levantamos, las comidas que preparamos, la bicicleta en la que paseamos, la caña que utilizamos para pescar, el telescopio con que observamos el cosmos, internet.
Otro filósofo del Derecho, Gustav Radbruch, explicó ese sentido amplio de “cultura” de una manera breve, exacta y bella: todo lo que hombres y mujeres han sido capaces de colocar entre el polvo y las estrellas. Así, unas flores, mientras permanecen en la planta que les dio vida, son un producto natural, pero pasan a ser uno de tipo cultural si alguien las corta y ata con una cinta para regalarlas a otra persona.
El lenguaje es también un producto cultural, algo conformado humanamente con la finalidad de expresarnos y comunicarnos con los demás. Producto cultural el lenguaje, cuando este se empobrece o se degrada —se empobrece por su pérdida o se degrada por su mal uso—, la cultura de un país corre la misma suerte.
Con las palabras damos nombre a las cosas, de modo que si perdemos palabras lo que perdemos son las cosas que designábamos con ellas. Perder palabras es perder cosas, o sea, partes de la realidad, y el empobrecimiento de nuestro lenguaje trae consigo que percibamos y demos cuenta de una realidad también empobrecida. La educadora Mabel Condemarín se preguntaba cuál de dos personas percibe y transmite mayor realidad si puestas ambas frente a una gran abundancia de árboles, una de ellas exclama: “¡Qué lindo bosque!”; mientras la otra dice: “¡Qué hermosos eucaliptus, peumos, boldos y quillayes tengo a la vista!”.
Otro tipo de daño se causa al lenguaje cuando lo empleamos de manera brusca, altisonante, grosera, combativa, como si las palabras reemplazaran a las armas que querríamos llevar en las manos para ir al ataque de nuestros rivales en creencias, ideas o modos de vida. Descuidar el lenguaje no es aquí pérdida de este, sino su uso como arma arrojadiza que lanzar a la cara de quienes queremos descalificar, ofender, dejar por los suelos, aplastar y, en fin, lesionar en su dignidad, ese parejo valor que los humanos nos reconocemos intersubjetivamente unos a otros como resultado de un proceso civilizatorio que ha tomado milenios.
Al lenguaje de la política le han pasado ambas cosas —empobrecerse y degradarse—, y he ahí una de las causas del desprestigio de muchos de los que utilizan ese lenguaje, un desprestigio que partió por los políticos, siguió con la actividad política y que podría continuar con algo todavía peor: el desprestigio de la democracia como forma de hacer política. Paremos entonces a tiempo.
Cuando el lenguaje se empobrece, es perjudicada la realidad, mientras que cuando se degrada, lo son las personas, y si bien deberíamos evitar tanto su empobrecimiento como su degradación, esta última debería ser prioridad a la hora de evitarla.
Buen trato, exigieron a viva voz los movimientos sociales a partir de 2019, y quiero creer que era una demanda dirigida no solo a los agentes públicos y privados con los cuales nos relacionamos habitualmente, sino a todas las personas con que nos vinculamos a diario. Es probable que la pandemia —cuyos efectos neurológicos todavía desconocemos— esté haciendo lo suyo en favor de la ira, el destemple, la agresividad, la desmesura, el estruendo, la procacidad, el insulto y el mal trato, y, si así fuera, deberíamos preocuparnos por nuestro lenguaje tanto como lo hacemos con la posibilidad de contagiarnos con el virus infeccioso y mortal que ataca a nuestros cuerpos. Tal vez necesitemos usar una mascarilla imaginaria para preservar y contener nuestras palabras.
“Cuestión de palabras”, solemos decir para sacarnos el pillo por el empobrecimiento y degradación de nuestro lenguaje, pero ya sabemos que no se trata solo de una cuestión de palabras.
Agustín Squella