Señor Director:
En su
columna del día de ayer, Carlos Peña nos invita a reflexionar sobre la libertad de expresión en estos “tiempos constitucionales”. Lo hace a partir de dos casos contingentes: uno ocurrido en la franja electoral televisiva y, el otro, a partir de una entrevista televisiva a un condenado por gravísimos delitos.
Concluye Carlos Peña que ambos episodios se encuentran protegidos por la libertad de expresión y que, por tanto, desde esa perspectiva no son cuestionables. Pienso distinto, pues estimo que los derechos, aun los derechos tan fundamentales para la democracia como lo es la libertad de expresión, deben ejercerse en el marco legal vigente, y admiten limitaciones, muy específicas y fundadas, por cierto, pero no son derechos absolutos ni incondicionales.
De hecho, el caso New York Times v. Sullivan (1964), que cita la columna, da a entender una limitación consistente en que no hay protección de la Primera Enmienda, cuando existe difamación de mala fe, entendida esta como saber o razonablemente deber saber, que lo que se dice es falso. Quizás resulta útil consignar, además, que este caso tiene especial vinculación con cómo debe entenderse y protegerse la labor de la prensa en una democracia (la Primera Enmienda consagra la libertad de expresión y de prensa, entre otras). En otro caso, Snyder v. Phelps (2011), se impusieron a manifestantes en contra de la participación de Estados Unidos en la guerra de Irak restricciones para ejercer el derecho de expresión, pues, como dije, este derecho no es absoluto ni incondicional. Las condicionantes impuestas en este caso buscaban impedir que los manifestantes alteraran el acceso o el desarrollo de los servicios religiosos ofrecidos a caídos en esa guerra.
El mismo columnista reconoce que en ciertos casos la libertad de expresión puede llevar a una condena por injuria o calumnia. Eso quiere decir que, en ese caso específico, el derecho se ejerció fuera del ámbito protegido por esta libertad, gatillando responsabilidad penal. Si no fuera así, no se entendería ni podría explicarse el fundamento para que el Estado imponga una pena. En las situaciones contingentes que cita, comparto que no hubo difamación ni alcanzó a configurarse un discurso de odio; pero creo que podría existir desviación normativa en el episodio de la franja televisiva (que está definida para realizar propaganda electoral; no cualquier sketch posee tal cualidad), e infracción de reglas penitenciarias en el segundo, lo que hace que en ambos casos no podamos entender que las conductas se encuentran protegidas por la libertad de expresión. Dicho de otro modo, si la Lista del Pueblo se hubiese atenido más estrictamente a la definición de propaganda electoral, o se hubiese cumplido el reglamento para el otorgamiento de entrevistas televisivas en recintos penitenciarios, probablemente el primero no se hubiera realizado exactamente igual; y, con certeza, el segundo no hubiera ocurrido sorpresivamente, como aconteció; y no creo que, a partir de ello, pudiésemos sostener que en Chile no hay libertad de expresión. Ocurre que la sacralidad de la libertad de expresión no alcanza para purgar ilegalidades cometidas para llegar a la posición desde la cual quiere ejercerse.
Sé que esta opinión no es unánime, tal vez incluso es minoritaria en el constitucionalismo chileno o extranjero, pero creo valioso que en los “tiempos constitucionales” que vivimos, el debate exprese al máximo todas las visiones.
Rodrigo Hinzpeter Kirberg