El Miércoles de Ceniza hemos iniciado la Cuaresma que, por definición, es un camino que nos prepara para celebrar la Pascua, “es el tiempo para verificar las sendas que estamos recorriendo, para volver a encontrar el camino de regreso a casa, para redescubrir el vínculo fundamental con Dios, del que depende todo” (Francisco, Homilía Miércoles de Ceniza, 2021). De ahí se entiende la exhortación del Señor: “Conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1, 15).
Cuando hablamos de conversión pensamos, naturalmente, en los aspectos que refieren a la dimensión personal. Por ello, este “viaje” de cuarenta días se convierte en una oportunidad para discernir hacia dónde está orientado nuestro corazón; para identificar, en el silencio de este desierto, aquellas debilidades que afloran y que nos alejan de Dios. La interpelación “conviértete y cree en el Evangelio” exige hacer el camino con humildad, reconociéndonos necesitados del Señor, de su misericordia, de su gracia. Como enseña Francisco, necesitamos la curación de Jesús, presentarle nuestras heridas y decirle: “Jesús, estoy aquí ante Ti, con mi pecado, con mis miserias. Tú eres el médico, Tú puedes liberarme. Sana mi corazón, sana mi lepra”.
Pero no podemos soslayar que el pecado personal tiene siempre una dimensión social. El pecador, a la vez que ofende a Dios y se daña a sí mismo, consolida formas de pecado social que son precisamente el fruto de la acumulación de muchas culpas personales. A esto se suma que la interdependencia de los sistemas sociales, económicos y políticos, aunque facilita la expansión del bien, también globaliza estructuras de pecado. Somos testigos que
el mal tiene una tremenda fuerza de atracción, la que lleva a considerar como “normales” e “inevitables” actitudes instaladas en la posmodernidad, produciendo efectos devastadores en las conciencias, que quedan desorientadas y ni siquiera son capaces de discernir. Muchas personas se sienten impotentes y desconcertadas frente a una situación que las supera y a la que no ven camino de salida. Pero, aun cuando constatamos esta realidad, el anuncio de la victoria de Cristo sobre el mal nos da la certeza de que incluso las estructuras más consolidadas por el mal pueden ser vencidas y sustituidas por estructuras de bien.
Con la conciencia de esta situación, vienen a nuestra memoria algunas estructuras mentales, culturales o sociales que son auténticos pecados y que debemos llevar a una verdadera conversión. Un ejemplo de ello es la indolencia y el individualismo incapaz de ver en los migrantes el rostro de nuestros hermanos. El drama humanitario de Colchane es fruto de estructuras de pecado que hacen que hombres y mujeres deban huir de su tierra. Pero también se manifiesta el pecado de nuestra sociedad cuando ella se defiende de los hermanos, cuando no les abre espacio, cuando los mira como enemigos, cuando busca levantar muros más que tender puentes. Esta aseveración parece simplista y, sin duda, requiere matices, pero evidencia que hay algo enquistado en nuestra estructura social que nos pone a la defensiva y le cierra al hermano las fronteras del corazón.
Otro triste ejemplo que evidencia estructuras de pecado son los episodios de violencia instalados entre nosotros, que tuvo una expresión reciente en los hechos acaecidos de Panguipulli. Estos actos violentos son otro síntoma de las estructuras mentales y sociales de pecado que, con carta de ciudadanía, habitan entre nosotros. Y como réplicas a estos hechos, muchos tendemos a atrincherarnos en nuestras “veredas” ideológicas, desde donde somos voraces, buscando encontrar a “los buenos” y a “los malos”, sin ser capaces de asomarnos para mirar al otro con benevolencia.
La incapacidad para cambiar el hábitat que permite fraguar este pecado social de la violencia, ciertamente, nos interpela y exige de nosotros, de todos, un camino de conversión.
No puedo omitir un tercer ejemplo de estructura de pecado, cual es el materialismo que campea entre nosotros, normalizado por la cultura del confort. La comprensión “estrecha” de la vida, asociada y reducida al gozo sin cruz, al “dogma” de “pasarlo bien” y a la compulsiva cultura del tener, hacen que nuestra felicidad se transforme en un bien de consumo y que nuestras opciones estén supeditadas a que no afecten el estatus de comodidad. Así, decisiones relevantes, como engendrar hijos o enfrentar situaciones complejas, son tomadas, casi exclusivamente, en base a cuánto afectan las condiciones de confort de quienes están implicados. Este paradigma cultural, que instala una estructura de pecado, nos exilia del Evangelio, nos lleva a la esclavitud y debilita nuestra humanidad.
Porque “se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios” (Mc 1, 15), la conversión personal y de las estructuras de pecado en las que estamos insertos no puede ser considerada una quimera, sino que ha de ser la consecuencia necesaria de una sociedad que es capaz de mirar a Cristo y que comprende la urgencia de convertirse a su Evangelio. Por ello, en este “viaje” de regreso a Dios, donde somos empujados por el Espíritu al desierto (cf. Mc. 1, 12), se nos abre una nueva oportunidad para que hagamos el ejercicio de discernir, de rezar y de ponernos manos a la obra en un camino de conversión integral, que mueva nuestros corazones, pero que, por lo mismo, convierta aquellos aspectos de la estructura social que hoy son escandalosos pecados, normalizados por la indolencia del simplismo y la comodidad.
Feliz domingo.
“Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio”.
(Mc. 1, 15)