La expresión “poderes fácticos” la popularizó en Chile Andrés Allamand en una famosa entrevista que concedió poco antes de conocer pormenorizadamente el desierto; pero había comenzado a circular gracias a Adolfo Suárez, quien la empleó en España para explicar su dimisión.
La expresión supone que hay dos tipos de poder, el de iure que confieren las reglas y los procedimientos democráticos, y el de facto que confiere simplemente la fuerza de los hechos, de la propiedad o del dinero. De los dos —sobra decirlo— el poder de facto es más importante que el de iure. Y el drama de la democracia es que en ella se disputa el poder de iure; pero para alcanzarlo suele tener un peso desmesurado el poder de facto. En esto pensaba Marx cuando se quejaba de que la democracia era meramente formal: en ella el poder de iure no coincidía con el poder de facto.
El problema ha salido a la luz luego que Evelyn Matthei, actual alcaldesa de Providencia, en una entrevista concedida al medio El Mostrador, caracterizó a Sebastián Sichel como el candidato de los empresarios y de quienes no quieren perder ni la influencia ni el poder que, de hecho, dispondrían. En opinión de la alcaldesa, Sichel sería una creatura de los poderes empresariales e intelectuales de la derecha —el poder de facto— los que advirtiendo su pérdida de influencia se sirven del carisma de Sichel para bajo la apariencia de un cambio lograr que todo siga igual. Acunarían a Sichel profesionales de fortuna, expertos administradores de la fortuna de otros, y políticos de fuste condenados a actuar en segunda fila, como Chadwick.
¿Son relevantes esas apreciaciones o se trata de una escaramuza más de las muchas que adornaran la campaña que comienza?
Si lo que Matthei constata es simplemente una espontánea coincidencia ideológica entre un grupo de profesionales de éxito y otros de fortuna con las ideas de derecha que Sichel, luego de varias degustaciones habría decidido abrazar, el asunto no revestiría mayor gravedad. Sería simplemente la prueba que los sectores de más altos ingresos siguen siendo, a pesar de todas las transformaciones, el sitio —el clivaje— donde mejor arraiga la derecha.
Ninguna novedad, podría concluirse.
El problema sería relevante si lo que sostiene Evelyn Matthei es que está en curso una operación de gran envergadura por parte de una minoría consistente y poderosa para imponer un candidato a los partidos. En otras palabras, si lo que ella sostiene es que hay una candidatura independiente de los partidos, pero dependiente del poder fáctico; una derecha formal o de iure, organizada en partidos, y otra de facto que levanta una candidatura a fin de que los partidos acaben, luego de una campaña bien provista, doblegados o seducidos frente a ella, entonces sí hay un problema.
Y lo hay para la derecha y para la democracia.
Lo hay para la derecha que arrastra (seguramente desde que Alessandri alcanzó el poder diciéndose independiente) una debilidad de su sistema de partidos. Las dos principales funciones latentes de los partidos son la selección de los liderazgos (esto es la razón de por qué Max Weber veía virtudes en la política parlamentaria: anidaba líderes con carisma) y la mediación entre las políticas públicas y el horizonte de sentido donde se desenvuelve la vida de los ciudadanos. Inclinarse por figuras sorpresivas pone de manifiesto no la voluntad de promover las propias ideas, sino una vocación retentiva o meramente conservadora que, con razón por lo visto, suele reprochársele.
Pero también lo hay para la democracia que en estos días de intensas vocaciones constitucionales, ha visto expandirse la extraña convicción que el diseño y gobierno de la vida pública debiera recaer en quienes se dicen independientes, como si fuera una virtud tomar atajos y evitar el camino pedregoso de la vida partidaria que disminuye la contingencia, profesionaliza el manejo del Estado y sobre todo evita que el poder de facto aplaste sin más al de iure.
Carlos Peña