El Evangelio de hoy nos refiere a los padres de Jesús, quienes, dando cuenta de su fidelidad a la ley, llevan a su hijo al templo para consagrarlo a Dios. Este acto religioso se ve completado por la profesión de fe hecha por Simeón, hombre honrado y piadoso, quien proclama que sus “ojos han visto a tu Salvador […]: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc. 2, 30-32).
Esta honda confesión de fe profetiza un aspecto central de la identidad de Jesús: ser luz de las naciones, mostrando la universalidad de su misión. Esto significa que la realidad se ve y comprende desde el Señor, que con su Palabra ilumina la vida y explica la existencia no solo personal, sino también social y cultural. La realidad tiene una clave de comprensión que proviene del Evangelio y que permite entenderla en su integralidad.
Lamentablemente, que el Señor es la luz que alumbra toda la realidad no siempre está claro en la mente y en el corazón de muchos cristianos. Las tendencias acomodaticias, el relativismo instalado y tantas otras expresiones de nuestro tiempo quieren, sin confesarlo necesariamente, que Cristo sea luz pero que no interfiera en la propia “instalación vital”, que sea luz mientras no implique sacrificio o no “toque” el statu quo, mientras “no moleste ni incomode” a la mayoría, o siempre y cuando no interfiera en las aspiraciones de grupos de interés ni toque su “bolsillo”.
En cambio, cuando la Palabra de Dios o su enseñanza “tocan” al pensamiento dominante, cuando hacen tomar posturas a contracorriente, o simplemente develan que tal o cual idea es más “tiniebla” que luz, surge la rebelión no solo de la masa informe, sino que también de muchos cristianos que relativizan la enseñanza de Cristo y quieren acomodar el Evangelio para su propia tranquilidad de conciencia o paz interior. Las grandes confusiones instaladas entre grupos de cristianos sobre lo que es la justicia social, sobre el valor de la vida en todas sus etapas, sobre la correcta actitud frente a las estructuras de pecado, sobre la naturaleza del matrimonio, sobre la dignidad de los enfermos y moribundos, así como tantas otras situaciones dan cuenta de este problema. La pandemia del relativismo “confortable” hace que la verdad que Cristo devela con su luz sea considerada, incluso por muchos cristianos, como una amenaza a lo establecido, como una molestia peligrosa e impopular; la epidemia del individualismo y del sentido libertario de la libertad, por otro lado, hace que Cristo prácticamente esté exiliado del quehacer cotidiano, porque muchas de sus enseñanzas se perciben como amenaza a la tan idolatrada autonomía. El corolario de esta forma de ver la vida es la reclusión de la fe a la dimensión ritual y privada, a la lógica del “fragmento” (se acepta que ilumine solo aspectos de la vida, pero no la totalidad), siendo condenada al silencio en la esfera pública.
Simeón, quizás sin comprender totalmente lo que afirmaba, señala justamente lo contrario: que en Cristo está la luz de la vida y que desde Él se ha de comprender toda la existencia personal y social. Lo que hace este hombre justo es proclamar que Cristo y su enseñanza tocan no solo a la familia de Nazaret, sino que también a la totalidad de la persona y a todas las naciones.
Esta provocación, en vista del año nuevo que se avizora, es una interpelación a nosotros los cristianos para vivir la fe integralmente y al servicio de todos. No resulta fácil aceptar esto porque se nos puede acusar de fideísmo, de fundamentalismo o, en el mejor de los casos, de “románticos” pasados de moda; y no resulta fácil también porque nos saca del idolatrado confort que nos vuelve incapaces de enfrentar la vida con la fuerza del Evangelio. La enseñanza cristiana, que tiene en su corazón la revelación de Dios, culminada y plenificada en Cristo, es una propuesta siempre antigua y siempre nueva que ilumina; pero que “diluida” o “acomodada” pierde su “sabor” y su capacidad para impactar y transformar la realidad.
Cuando el mismo Señor en su Palabra nos exhorta a ser la luz del mundo, nos hace partícipes de su misión invitándonos a ser lámparas que iluminen con la verdad, pero también con amistad. Cuando los discípulos de Cristo nos confrontamos con la Palabra y nos dejamos guiar por la Verdad que salva, quizás no seremos populares en el corto plazo, ni comprendidos en el hoy de la historia, ni considerados por el pensamiento dominante, pero sabemos, con la certeza de la fe, que las tinieblas serán disipadas por Cristo, la gran luz de esperanza y guía en nuestra noche (cf. Ch V 33), y que la felicidad será la consecuencia necesaria para esa fidelidad.
Que en este año que se avecina asumamos el precioso desafío de alumbrar con el Evangelio los signos del tiempo, siempre con humildad y amistad, pero convencidos de que la luz de Cristo no es para esconderla o fragmentarla, sino para que alumbre a todos (cf. Mt 5, 15).
Muy feliz año nuevo para ustedes y sus familias.
«Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».(Lc. 2, 34-35)