La revuelta del 18 de octubre de 2019 dejó una herencia ostensible de destrucción, pillaje y retroceso económico, pero también otra herencia que representó, si puede decirse así, una especie de carga de profundidad en nuestra convivencia: convirtió la violencia en un factor omnipresente; extendió la desconfianza, el miedo y la incertidumbre; erosionó el compromiso de las fuerzas políticas con el régimen democrático, y, ciertamente, abrió un gran interrogante sobre el futuro de Chile.
Ha pasado un año y es insostenible la interpretación de que fuimos testigos del estallido de la cólera del pueblo; no obstante, hace poco lo volvió a decir en este diario un ex ministro socialista del gobierno anterior. Chile no quedó desfigurado por las “protestas ciudadanas”, sino por la incivilidad y la barbarie, que no se detuvo ni ante las iglesias. Y está claro que la revuelta requirió planificación, coordinación y financiamiento. No se ha escrito todavía la parte más oscura de esta historia: la relativa a las fuerzas organizadas que se movilizaron para empujarnos al caos.
Fueron muchas las expresiones de fariseísmo político que vimos en este año, también muchas las veleidades de figuras públicas que, parapetadas en el discurso de la desigualdad, buscaron congraciarse con los iracundos, disimulando apenas el temor a contradecirles. Fue vergonzosa la desaprensión con que actuaron muchos parlamentarios, embriagados los más jóvenes por la ilusión de estar protagonizando una epopeya, y entregados los más viejos a los acomodos convenientes, amnésicos respecto de las desgracias del pasado.
No se entiende lo que pasó si se esquivan los elementos crudamente políticos que estuvieron presentes. Quienes incitaron a saquear, quemar y destruir, buscaron desarticular la vida del país, aterrorizar a la población y provocar un quiebre institucional. ¿Hace falta probar a estas alturas que hubo un intento por interrumpir el mandato del Presidente de la República, primero por las vías de hecho y luego en el Congreso?
El acuerdo del 15 de noviembre pareció una demostración de madurez cívica para pacificar el país. Así lo creyó el Presidente, sin cuyo aval ese acuerdo no se habría materializado. Pero las cosas evolucionaron de otro modo. Cinco días después del acuerdo, el PC y el Frente Amplio acusaron constitucionalmente a Piñera, y más tarde, los partidos que sí lo firmaron (PS, DC, RD y los demás) votaron en la Cámara a favor de la destitución del mandatario. Gracias a que ocho diputados opositores tuvieron conciencia de que el país caminaba por la cornisa, se evitó la crisis institucional. El acuerdo por la paz dejó en suspenso la paz.
Y aquí estamos ahora, frente a un plebiscito que el país pudo ahorrarse si el Congreso hubiera estudiado una propuesta de cambio constitucional que pudo haberse zanjado a principios de este año. La votación se efectuará en condiciones de emergencia sanitaria (10 regiones han aumentado sus casos activos), y es previsible que muchos adultos mayores opten por cuidar la salud y no votar. Se trata, además, de un plebiscito con opciones interpretables, cuyas eventuales consecuencias no se conocerán antes de 2022, o sea, cuando ya esté elegido un nuevo Presidente y un nuevo Congreso, de acuerdo obviamente con las normas de la Constitución vigente. Esto lo ignora la mayoría de los ciudadanos, que escuchan discursos que dan a entender que un nuevo texto resolverá todas las carencias y que eso está a la vuelta de la esquina. Por si fuera poco, hasta ahora no hay acuerdo acerca de cómo operarán los dos tercios ni el reglamento de la eventual Convención.
Solo queda desear que el plebiscito se desarrolle sin incidentes, con garantías de seguridad para los votantes. Hay que asegurar que los resultados se conozcan el mismo domingo 25 y que no merezcan reparos. ¿Qué vendrá enseguida? Lo más probable es que el proceso constituyente pase a segundo plano, puesto que los partidos se concentrarán en la avalancha de elecciones que parte en abril. Si se elige la Convención, ¿qué posibilidades hay de establecer grandes acuerdos? Nadie lo sabe. Pero si ello se hace inviable, habrá que decírselo al país y actuar en consecuencia.
Cualquiera que sea el resultado del plebiscito, Chile tiene que seguir sosteniendo el esfuerzo por superar los estragos de la pandemia, alentar el crecimiento económico, crear puestos de trabajo, normalizar las actividades educacionales, reforzar el sistema de salud, en fin, retomar el camino del progreso para que la vida sea mejor para todos. Pero esto exige erradicar la violencia y asegurar el respeto a la ley en todo el territorio. Debemos reforzar las bases del Estado de Derecho, que nos protege a todos. Hay mucho que hacer para mejorar nuestro país, mucho que corregir, pero la vía para ello es defender la democracia a pie firme, contra viento y marea.
Sergio Muñoz Riveros