Para mí no hay nada que celebrar este 18-O. No voy a participar en ningún carnaval. Lo de hoy lo siento más bien como un funeral.
Yo –imagino que lo sospechaban– soy de esas personas a las que les da por hacer chistes en los funerales.
No es que yo sea irrespetuoso o sádico, o necrófilo. Sería absurdo.
Creo que esos arranques de hilaridad que me vienen en los sepelios ocurren como un acto reflejo para sublimar una experiencia traumática que tuve en un funeral siendo niño.
Mi padre me pidió que lo acompañara al entierro de un exjefe suyo. Cuando entramos a la iglesia yo preferí quedarme atrás, en un rincón, mientras él iba a saludar a los familiares. Ahí estaba yo, solo, cuando un anciano se me acercó, me dio unas palmadas en la espalda y me dijo algo así como “bendita juventud, aprovéchala, porque la vida se pasa volando y uno se arrepiente después de no haber buscado la felicidad”. Luego lo perdí de vista cuando se fue caminando con dirección al féretro. Al terminar la misa, mi padre me dijo que lo acompañara a rendirle respetos al difunto. Cuando estábamos al lado miré dentro de la urna y ¡vi al mismo anciano que me había hablado antes!
No pude dormir en dos noches. Al verme angustiado y mudo, mi padre me insistió en que le confesara lo que me ocurría. Con vergüenza, le conté la razón de mis desvelos y comenzó a reírse con ganas. Es que el muerto tenía un hermano gemelo.
Porque, ¿quién llevaría flores a su propio funeral, como dice la canción de la cantante Cami?
Nuestra democracia quedó malherida el 18 de octubre de 2019. Demasiadas autoridades validaron la violencia que estalló ese día como una fórmula válida para resolver controversias de nuestra vida en común.
Demasiadas personas comunes y corrientes hicieron lo mismo. Celebraron la violencia.
Después los dirigentes políticos acordaron que para terminar con la violencia se iniciaría un proceso para escribir una nueva Constitución para el país.
Pero la violencia no se terminó.
Fue el coronavirus, como bizarro artista invitado, quien trajo de vuelta la paz a nuestras ciudades. Pero era algo parecido a la paz de los cementerios, sustentada en el miedo a la muerte.
Y ahora que el coronavirus parece debilitado, resurge la violencia.
La violencia es el antónimo de la democracia. La democracia existe como la mejor fórmula para vivir en comunidad y resolver nuestras diferencias sin irnos a las manos o terminar a cuchilladas o a balazos.
Los que insisten en usar (o avalar) la violencia para resolver las diferencias propias de nuestra vida en comunidad son los verdugos de la democracia.
Si hoy regresa la violencia que vimos hace exactamente un año, le estaremos clavando otro puñal a la democracia.
Y todo esto terminará en funeral. Y el problema es que la democracia no tiene una hermana gemela, como en el episodio que me traumó en la infancia. Si la matamos, será el fin del país como lo conocemos.
Tendremos paz, pero esa otra paz… la paz de la frase “Que-descanse-en-paz”.