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Editorial
Domingo 18 de octubre de 2020
18 de octubre, un año después
Muy distinta de la jornada en que se atacó el ferrocarril metropolitano, sí tendría sentido rememorar hechos como la pacífica y multitudinaria movilización ocurrida una semana después.
Pasará probablemente mucho tiempo antes de que se alcance una comprensión más o menos cabal de los acontecimientos vividos por Chile el 18 de octubre de 2019 y en los días siguientes. La pregunta de cómo pudo en el lapso de unas horas cambiar radicalmente la situación de un país y experimentar este una ola de violencia inédita en 30 años de democracia, continúa abierta.
Dificulta, por cierto, entender lo ocurrido la dimensión política de los acontecimientos, que alteraron disruptivamente el proceso democrático. Ello, en un contexto de contradictorias señales por parte de una ciudadanía que, si bien en todos los estudios de opinión demanda acuerdos y moderación, parece haber entendido —o al menos un sector de ella— esa coyuntura como la oportunidad para expresar arraigados descontentos.
Complejiza finalmente cualquier análisis el hecho de que el proceso iniciado hace un año se encuentra en pleno desarrollo, en un escenario de incertidumbre que se prolongará mucho más allá del plebiscito del próximo domingo, y cuya conclusión dependerá críticamente de la responsabilidad y compromiso democrático de los distintos actores.
¿Celebrar la violencia? Convocatoria inentendible
Por lo anterior, sorprende que las fuerzas de oposición, incluida la centroizquierda más moderada, hayan llamado a realizar precisamente hoy diversas acciones conmemorativas. No fue el 18 de octubre de 2019 un día de manifestaciones pacíficas ni de expresión de profundos anhelos nacionales. Fue en cambio esa una jornada de acciones vandálicas que obligaron a cerrar durante la tarde distintas líneas del metro, hecho seguido por disturbios en algunas comunas, el incendio ya en la noche del edificio institucional de Enel y luego, una sucesión de ataques a estaciones del ferrocarril metropolitano, sumándose además saqueos a oficinas públicas, supermercados, bancos, locales comerciales y en una espiral de violencia que siguió prolongándose y extendiéndose por el país. ¿Es eso lo que se pretende celebrar hoy?
Por cierto, podría ser valioso reconocer aquella movilización de una semana después, en que cientos de miles de ciudadanos manifestaron pacíficamente sus insatisfacciones, o lo sucedido el 15 de noviembre, cuando las fuerzas políticas acordaron encauzar democráticamente la crisis. ¿Pero cuál es el sentido de conmemorar la destrucción y el desafío a la gobernabilidad democrática? ¿No se advierte acaso en esto una legitimación de la violencia como método para promover cambios políticos? ¿O se trata de imponer un nuevo relato que vacíe los hechos del 18 de octubre y de los días siguientes de toda su incómoda carga de destrucción y vandalismo? Esto último es justamente lo que parece desprenderse de los dichos de distintas figuras de la centroizquierda durante las últimas semanas, para quienes la única violencia de esos días habría sido la del Gobierno y las fuerzas de orden frente a un pueblo que anhelaba manifestarse.
Atentados contra el metro: símbolo de barbarie
La realidad es que ese día se vivió una jornada de violencia que el país no había conocido en décadas, cuyo principal símbolo fueron los ataques incendiarios y la destrucción de la red de Metro de Santiago (en los días siguientes se llegó a afectar 118 de sus 136 estaciones). En un hecho probablemente inédito en el mundo y que debiera ser causa de vergüenza y no de celebración, se atentó masivamente contra un sistema de transporte que era motivo de legítimo orgullo nacional. Uno de los bienes públicos más apreciados por los chilenos, que había implicado compromiso y esfuerzo de varias generaciones de distinto signo político, fue blanco de destrucción irracional, perjudicando sobre todo a los sectores más necesitados.
Frente a hechos tan graves, cabía esperar que el órgano persecutor y las policías esclarecieran en profundidad los atentados y determinaran las responsabilidades. Un año después, sin embargo, los resultados de las investigaciones penales son desalentadores: solo poco más de 40 formalizados repartidos en distintas fiscalías. Y, lo que es más grave, no hay una explicación verosímil que dé cuenta del fenómeno delictual producido, sus líderes y conexión entre los atentados o, en caso contrario, una exposición de las razones para descartarlo.
En una reciente declaración, un fiscal regional, después de afirmar que carecía de antecedentes para establecer una coordinación, sostuvo que “aquí derechamente explotó algo que es un movimiento social transversal muy fuerte”, y que también habrían contribuido para aquello “decisiones de la autoridad que no fueron las más adecuadas en su momento, como fue abandonar, dejar y cerrar el Metro”. Se trata de expresiones desafortunadas, que no dan cuenta de las razones que se tuvieron para el cierre de las estaciones durante la tarde —graves desmanes y evasiones masivas, agresiones a funcionarios de Metro y a carabineros, lanzamiento de objetos contundentes y artículos electrónicos a las líneas, todo lo cual ponía en riesgo también la seguridad de los pasajeros— ni del fenómeno delictivo que estaba produciéndose. ¿Existió una vinculación entre los atentados al metro y esas evasiones masivas? ¿Qué medidas intrusivas se han tomado para esclarecer los hechos y qué otras pudieron haberse tomado? ¿Por qué no se optó por unificar las causas de los atentados al metro en un solo fiscal especial, en vez de dejarlas repartidas en distintas fiscalías de la Región Metropolitana, lo que dificulta una valoración global de los hechos? Esas son solo algunas de las preguntas pendientes.
El PC toma protagonismo
La suerte de “negacionismo” en que algunos líderes incurren respecto de la violencia puede ser una consecuencia natural de la actitud asumida hace un año por una parte significativa de ellos. Las referidas evasiones masivas en el pasaje del metro que antecedieron a los hechos del 18 octubre, habían partido unos 10 días antes, adquiriendo un cariz cada vez más destructivo, con acciones vandálicas al interior de los recintos. Encontraron, sin embargo, apoyo explícito del Frente Amplio y del Partido Comunista, que incluso llegaron a calificarlos como actos de “desobediencia civil”. Dicha actitud marcaría, en buena medida, la línea de esos conglomerados luego del 18 de octubre y en los meses siguientes.
En el caso del PC, se advierte una continuidad desde que la mañana del 19 su máximo dirigente, Guillermo Teillier, pidiera la renuncia del Presidente de la República, hasta la entrevista en que este lunes el mismo Teillier señaló que él no llamará a evitar la violencia en las manifestaciones que vengan. El Frente Amplio ha mostrado mayores matices, e incluso algunos de sus dirigentes suscribieron el acuerdo del 15 de noviembre, siendo objeto de funas por ello, pero desde entonces han abundado en contradicciones, llegando al punto de legitimar las barricadas y declarar su arrepentimiento por haber votado favorablemente la Ley Antisaqueos.
En ese contexto, la centroizquierda ha mantenido una inquietante ambigüedad, cuya más evidente expresión fue tal vez su concurrencia a la primera declaración suscrita por todas las fuerzas opositoras luego del inicio de la crisis. En ese escrito, el sector reivindicaba las movilizaciones de la ciudadanía; fechado el 12 de noviembre, una de las jornadas más violentas de todo el período y cuando según muchos estuvo en riesgo la democracia, el documento no hacía una sola referencia al tema y ni siquiera mencionaba la palabra violencia. Luego, pese al acuerdo del 15 de noviembre, la mayoría de los diputados del sector apoyaron la acusación constitucional que presentó el PC para impedir que el Presidente de la República concluyera su período.
“Muchos de los nuestros aún celebran a los violentos o al menos son benévolos con ellos”, fue la dura —y casi solitaria— autocrítica que el senador PS José Miguel Insulza hizo a principios de febrero. Solo días antes, un foro internacional organizado en el ex-Congreso por senadores de la comisión de Derechos Humanos había recibido en medio de aplausos y vítores a encapuchados de la Primera Línea.
No es claro que ni tal deriva ni una actitud de recurrente desafío a los límites de la institucionalidad —con el avance y la aprobación en el Congreso de iniciativas inconstitucionales como el ejemplo más claro— hayan traído algún rédito a la centroizquierda y ni siquiera al Frente Amplio. Así lo muestra la desmedrada situación de sus figuras en las encuestas. Estas han consolidado el posicionamiento de Joaquín Lavín y otros alcaldes de la centroderecha, pero también el del edil comunista Daniel Jadue, hoy el presidenciable opositor mejor ubicado. Es difícil hacer proyecciones de lo que esto pueda significar electoralmente, pero no parece aventurado observar que la renuncia a su propio perfil por parte de esa centroizquierda ha abierto un espacio de crecimiento para quienes —como Lavín— buscan representar la moderación. Ello, mientras que la apuesta por la radicalización ha dado nuevo protagonismo a un PC que hasta mediados del año pasado parecía un actor irrelevante.
El futuro: no solo normas, sino actitudes
Imposible sería desconocer todas las expresiones de legítimo descontento popular que también han acompañado el proceso vivido este año. Han confluido probablemente, entre tantos factores causales, la lentitud para abordar situaciones de inequidad o abusos largamente arrastrados; el progresivo entrabamiento del sistema político, y las vulnerabilidades y temores de una clase media a cuyas expectativas el Gobierno no ha logrado responder. Ha quedado así al descubierto una profunda crisis de confianza en las instituciones, incluidas aquellas, como Carabineros, llamadas a garantizar el Estado de Derecho y hoy objeto de fuerte cuestionamiento y denuncias de abusos. En su dimensión más valiosa, el acuerdo de noviembre procuró ofrecer, desde el mundo político, una respuesta a esa crisis, encauzándola en un proceso constitucional orientado precisamente a restablecer las confianzas. Ese es el sentido del plebiscito del próximo domingo, sea que se imponga en él la opción del Apruebo o la de introducir enmiendas dentro de nuestro actual ordenamiento.
Pero si bien ese proceso tiene una dimensión normativa, supone también otra vinculada a las actitudes y prácticas; ni el más sofisticado texto constitucional podría suplir la ausencia de estas. No parece claro que los actores públicos hayan asumido consecuentemente esta última dimensión. Dan cuenta de ello el grado de conflictividad en que siguen desarrollándose los debates legislativos, y la recurrencia en el tensionamiento y desnaturalización de las instituciones. Las reacciones de los partidarios de la rechazada acusación constitucional contra el exministro Mañalich, quienes de inmediato salieron a calificar de “vergüenza” lo obrado por sus pares, son otro de tantos ejemplos de la falta de un real compromiso con el restablecimiento de las confianzas y de una cierta lealtad republicana. También confirman que será este un proceso muy difícil si los actores llegan a él, no con la disposición de acercar y ceder posiciones en aras de un bien superior, sino simplemente con el objetivo de imponer su propio proyecto y denunciar como ilegítimo todo lo que en algo se aparte de él.