Con esta imagen el Evangelio explica la importancia suprema de Jesús, situándolo como la piedra angular de la familia de Dios. Así se comprende la afirmación de que la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular (Mt. 21, 42), porque se asocia a Cristo la cualidad de ser la roca que sostiene el edificio, sobre quien se edifica la historia y se sostiene la Iglesia. Como versa en el texto, Cristo fue desechado por los sumos sacerdotes y ancianos de su tiempo por ser considerado enemigo de la ley, incómodo, molesto y una amenaza para el pensamiento dominante. Sin embargo, a contracorriente de las ideas del momento, el Señor resucitado se convierte en la piedra fundamental de la historia y de la Iglesia.
En nuestro tiempo somos testigos de que muchas personas sienten una gran simpatía o admiración por Jesús, pero eso no se traduce en que edifiquen su vida sobre él. Nuestro mundo sigue cultivando, sin duda, valores típicamente cristianos como la libertad, la justicia, la solidaridad, la dignidad de la persona humana, entre otros, pero estos valores no pueden florecer en un árbol que ha perdido sus raíces. Es verdad que se trata de valores humanos, que no son monopolio de los cristianos, sino que están en el corazón de cada hombre, pero se vuelven frágiles cuando no se explora en las raíces que los explican.
La parábola del Evangelio de este domingo es, en cierto sentido, una imagen del hombre de hoy que construye un mundo a espaldas de Dios, empujándolo fuera de la viña. Con o sin quererlo, nuestra cultura ha llevado a cumplimiento esa empresa: quitarle a Dios el dominio sobre el mundo, buscando que el ser humano sin Dios se haga dueño de la viña y de sus frutos (cf. Mt. 21, 39). El hombre quiere usurpar el lugar que pertenece solamente a Dios —remover la piedra angular— y erigirse a él mismo como dueño absoluto sobre su vida y sobre las de los demás.
¿Podremos ir muy lejos en la construcción o terminaremos como la torre de Babel? Nuestra cultura y convivencia se basan en una serie de valores compartidos, de indudable origen cristiano. El olvido de la historia nos puede llevar a cercenar a la cultura de sus raíces debilitando la razonabilidad y sentido de los valores que la explican.
La historia ha mostrado que al perderse el sentido de Dios, se pierde también el sentido del hombre. Querer organizar la sociedad desechando la piedra angular conlleva a construirla como si Dios no existiera, con tristes consecuencias: la vida social y económica son trastocadas por los intereses mezquinos; los valores concitados en los cuerpos normativos pasan a responder a las tendencias individualistas más que a un norte de bien común y de plenitud humana; los principios más evidentes se relativizan al punto de la insensatez; la familia se transforma en el epicentro del terremoto cultural. Con particular fuerza vemos cómo el pensamiento dominante, marcado por el relativismo y el utilitarismo, no solo nos empuja a prescindir de Dios y de su proyecto, sino que además pretende llevarnos a la negación de la misma dignidad humana. Un triste ejemplo de ello es la instalación progresiva de la cultura de la muerte y del creciente deterioro de la familia.
Quienes profesamos la fe tenemos el desafío de ser memoria de las raíces cristianas de nuestra historia y ser custodios vivos de los valores del Evangelio que están en la viña. Pero esto en ningún caso ha de ser con un afán ideológico o proselitista; o con la insoportable actitud mesiánica que es incapaz de ver lo bueno, noble y bello que hay en quienes piensan distinto. Hemos de hacerlo con la convicción religiosa de que en Cristo está la fuente de la vida y que su propuesta, incluso para los que no tienen fe, es fuente de humanidad y camino de fecundidad. El camino de la Iglesia es el hombre y el camino de humanización es el Evangelio.
En un tiempo de reflexión y de propuestas sobre el futuro de Chile, quienes profesamos la fe y tantos que participan vitalmente de las raíces cristianas, tenemos el desafío de servir a la sociedad mostrando con amistad que los dones del Evangelio, manifestados en valores y principios, son un tesoro inestimable para la convivencia social que permite construir el futuro del país sobre la piedra angular.
“Y Jesús les dice: ‘No habéis leído nunca en la Escritura: La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos”.
(Mt. 21, 42-43)