“Al final, las obras quedan, las gentes se van”, cantaba Julio Iglesias en “La vida sigue igual”, su primer single, publicado en 1968. Faltaba un año para que Francisco Franco designara sucesor en la Jefatura del Estado, con el título de “Príncipe de España”, a Juan Carlos de Borbón, nieto del rey Alfonso XIII, nacido en el exilio en Roma y educado, desde los 10 años de edad, bajo los estrictos principios del franquismo por un acuerdo entre su padre (Juan de Borbón) y el dictador.
A partir de la muerte de Franco, este joven príncipe desmontará el sistema que su patrocinador presumía de haber dejado “atado y bien atado”, conseguiría que las cortes franquistas se hicieran el harakiri y dieran paso a un congreso que elaboró una Constitución democrática que fue refrendada en 1978. El texto le reservó el papel de jefe de Estado a título de Rey y proclamó su inviolabilidad, así como su irresponsabilidad política, ya que sus actos deben ser refrendados por el gobierno.
El título II de la Constitución, “De la Corona”, consta de 10 artículos que describen formalidades sobre el rey, la reina, el heredero y la regencia. El proceso de sucesión está tan someramente descrito que se encomienda a una ley orgánica regular una posible renuncia o abdicación como la que ejercitó Juan Carlos I en 2014 en favor de su hijo, Felipe VI.
Este es un primer indicio de uno de los problemas más graves que ha conspirado contra el reinado de Juan Carlos I: su bajo nivel de institucionalización. De hecho, fueron socialistas de la generación de Felipe González quienes solían decir, para ocultar que estaban contradiciendo la genética republicana del socialismo español, que ellos no eran monárquicos, sino “juancarlistas”. Durante décadas, quienes manifestaron la necesidad de dictar una Ley del Rey —incluidos destacados monárquicos— fueron disuadidos por los “juancarlistas”, que preferían fiar la credibilidad de la Corona al prestigio del monarca.
El propio Juan Carlos I, cuyo prestigio sería legendario tras sofocar la intentona golpista del 23-F de 1981, no mostró ningún interés en que su figura fuera institucionalizada. Prefería presumir de ser una monarquía barata antes de que se dictaran leyes y se le dotara de un staff más numeroso, lo que hubiese obligado a mayor transparencia y control. Hay un momento crítico en la vida de la Corona y es la salida, en 1992, del general Sabino Fernández Campo, jefe de la Casa del Rey, que había acompañado a Juan Carlos desde 1977 y lo protegía con mano de hierro.
Pero a finales de la década de 1980 las infidelidades del rey corrían por Madrid. Banqueros aventureros, como Mario Conde, y otros advenedizos pasaron a formar parte de su círculo de confianza y, en 1992, el jefe de la Casa del Rey fue sustituido. Con la marcha de Sabino y la muerte de su padre en 1993, el rey perdió de vista a cualquier figura que pudiera ejercer algún tipo de autoridad sobre él. Y cualquier posibilidad de dictar una ley que regulara sus funciones decayó, entre otras cosas porque el propio rey no tenía ninguna intención de que se le exigieran cuentas.
Juan Carlos I gozó de gran credibilidad hasta comienzos del siglo XXI, porque los españoles le agradecían haber traído la democracia. Desde la crisis de 2008, esto comienza a cambiar. Y desde 2012, cuando se accidentó en Botsuana y España entera conoció a su amante Corinna, su popularidad cayó en barrena. Su abdicación en 2014 es un intento in extremis de salvar el crédito de la Corona cediéndosela a su hijo.
Los generales prusianos de Federico el Grande estaban felices con su rey. Tenía grandes dotes militares. Pero cuando se acercó su muerte, comenzaron a plantearse qué iba a suceder si el sucesor no tenía esas virtudes. Idearon entonces el concepto del estado mayor (general staff) que, con mínimos cambios, ha llegado hasta nuestros días. Se trata de asegurarse de que, aunque el rey sea un incompetente, la nación siga ganando sus guerras.
Esta, con otros matices políticos y constitucionales, sigue siendo la idea que subyace tras un proceso de institucionalización. Crear buenas instituciones es clave para el progreso de los países, porque como cantaba Iglesias (Julio, no Pablo, el líder de Podemos), las obras quedan y las gentes se van.
John Müller