Cuando hablamos de censura tendemos a asociarla, en primer término, a la acción de los estados totalitarios, brillantemente descritos por George Orwell en su magistral sátira, 1984. En esta novela distópica el Gran Hermano vela por la mantención de la ortodoxia —expresada en los lemas del Partido: “Guerra es Paz, Libertad es Esclavitud, Ignorancia es Fuerza”. Lo hace a través del Ministerio de la Verdad y de la Policía del Pensamiento, aguijoneado por la creación de un Enemigo Público que diariamente recibe Dos Minutos de Odio por traidor principal, violador de la pureza del Partido y autor de todos los crímenes, sabotajes, herejías y desviaciones de lo oficialmente correcto y verdadero. Y, como el pensamiento depende de las palabras, el control requiere además la creación de un nuevo lenguaje, el Newspeak, que viene a reemplazar al viejo. Así, esta neolengua, al restringir el uso permitido de ciertas palabras y dar vuelta el significado de otras, permite expresar la nueva visión del mundo e impide todo pensamiento distinto o contrario al oficial. Sencillamente, se derogan las palabras que permitirían darle significado a ese pensamiento
Por supuesto, hoy día la censura y las restricciones a la libre expresión ya no radican en los gobiernos, al menos en las democracias occidentales, pero sí adoptan nuevas formas de opresión, más insidiosas y solapadas, pero ciertamente no menos dañinas para el libre intercambio de ideas, la deliberación democrática y la tolerancia que una sociedad pluralista exige. Y pueden incluso ser peores, precisamente porque están revestidas de buenismo y virtud.
Desde hace ya un tiempo, varios intelectuales han comenzado a denunciar estas nuevas formas de intimidación que se ciernen sobre la libertad. Como queda claro en una carta reciente de 150 escritores norteamericanos, refrendada por otros tantos intelectuales españoles, las amenazas están permeando todo el debate público. Con mucha razón argumentan que, en aras de lo que son causas nobles (como mayor justicia racial, de género o inclusión de minorías variadas), supuesta o efectivamente discriminadas históricamente, se ha pervertido el libre intercambio de la información y de las ideas, que son el alma de una sociedad libre; se ha robustecido la conformidad ideológica y se ha consolidado la intolerancia frente a las ideas contrarias al consenso políticamente correcto. No es raro entonces que, según el Instituto Cato, actualmente el 62% de los norteamericanos (77% de los conservadores) no se atrevan a expresar públicamente lo que creen. Quienes osan formular visiones discordantes son estigmatizados, castigados con el escarnio público, el ostracismo y toda suerte de persecución profesional y personal; y quemados en la nueva hoguera de las redes sociales. En suma, tal como temía John Stuart Mill, enfrentamos una vez más la tiranía de las opiniones y sentimientos prevalecientes. En definitiva, se nos pide capitular frente al argumentum ad populum, que pretende que una idea o un precepto es verdadero porque la mayoría cree que lo es. Ese es tal vez el fundamento filosófico del populismo de derecha o de izquierda.