Una cosa es operar al paciente y otra bien distinta, asegurarle después una buena calidad de vida. La actual contracción económica, consecuencia de prescripciones médicas, es ya suficientemente grave, pero más preocupante aún es lo que sobrevenga después, el “posoperatorio”.
El problema no está en el frente externo. China vuelve a crecer y Estados Unidos ya comienza un dinámico proceso de recuperación del empleo. La tendencia en ambos países, claves para nosotros en muchos aspectos, parece augurar una “V”: fuerte rebote después de la caída, un posoperatorio ideal. Sin embargo, extrapolar esa “V” a Chile podría ser un error.
Partamos por los números. El 11,2% de desempleo actual resulta algo engañoso. Más de 650.000 personas están bajo el régimen de protección del empleo, viviendo de subsidios. Sin embargo, un 50% o más de las empresas acogidas a este sistema no ven viable la mantención de estas contrataciones. Si la mitad de los beneficiarios terminan desempleados, la tasa de desocupación se empinaría al 15%. Pero pende aún otro millón y medio de personas que, desalentadas por lo infructuoso, dejaron de buscar trabajo después de los disturbios sociales y las posteriores cuarentenas. La reincorporación futura de solo la mitad de aquellos a la fuerza de trabajo, sumada al efecto ya mencionado, amén de adicionales pérdidas de empleo en los meses venideros, elevaría el desempleo por sobre el 20%. Tal es el desafío de nuestro “posoperatorio”.
Chile ha pasado antes por coyunturas iguales o más complejas. En la crisis de 1982-83, la tasa de desempleo también superó largamente el 20% y el país sufrió las convulsiones sociales propias de aquello. Pero el posoperatorio sorprendería a muchos. La economía se recuperaría con fuerza unos pocos años después, culminando con el decenio 1986-96, en que Chile exhibiría el mayor crecimiento del hemisferio occidental.
Por entonces, las cosas eran bastante distintas que hoy. En lo económico, la reforma tributaria de 1984, que privilegiaba la reinversión por sobre el reparto de utilidades, perviviría, con algunos ajustes, por espacio de treinta años. Ello, sumado al desarrollo de los fondos de pensiones así como a esfuerzos presupuestarios, fortalecería el ahorro nacional y con esto las inversiones. Por su parte, a estas no se las recargaba con burocracia y, aun después de la Ley Marco de Medio Ambiente de 1994, las evaluaciones ambientales fluían con relativa celeridad.
Pero lo realmente clave fue la altura de miras de la política. Los grandes acuerdos que acompañaron el retorno a la democracia consolidaron un Estado de Derecho que dio luz a 25 años de progreso. El posoperatorio, entonces, estuvo signado por la calidad de la política, partiendo en 1989 y prolongándose por varios años más.
Ese fue el mundo de ayer. Hoy, en cambio, el desprestigio de la política es total. La demagogia no conoce límites, así se trate de erosionar la cultura de pago, desestabilizar el sistema de pensiones o propiciar una seguidilla de iniciativas inconstitucionales. De hecho, varios ya actúan como si estuviéramos de regreso en el parlamentarismo. En el orden interno, reina el narcotráfico, a cuyos cortejos fúnebres debe prestárseles escolta policial, mientras, por otro lado, Arauco se sume en llamas. En lo económico, los impuestos corporativos desalientan la inversión, requiriéndose además cientos de permisos para cualquier iniciativa de relevancia. Se agregan las demandas sociales, en nombre de las cuales ya varios pregonan nuevos aumentos de carga tributaria, como si no hubiera gasto público que recortar. Nos aprestamos además a una Constituyente, donde muchos esperan poner todo en duda. Así las cosas, este posoperatorio no luce bien.
“La historia no se repite, pero a menudo rima”, escribió Mark Twain. El Presidente intentó el guion de 1989, el de los acuerdos, sin éxito alguno. Lamentablemente, más que con 1989, la cosa rima con 1925. En dicho año, con recesión económica, demandas sociales, presupuesto desfinanciado y anuncio de Constituyente, campeaba el desprestigio parlamentario. La oposición enconada contra el presidente terminaría abarcando desde comunistas hasta conservadores, incluyendo a los propios partidos “de gobierno” (¿suena familiar?). En dicha coyuntura, la nueva Constitución solo pudo ver la luz gracias a la habilidad de Arturo Alessandri y la connivencia militar, con un Congreso disuelto.
Es de suponer que nadie querría repetir el guion de 1925. Por lo demás, sin ánimo de ofender, viendo a los políticos en escena, algunos de ellos dignos de opereta, al mentado guion le faltaría el protagonista, Arturo Alessandri, un personaje digno de Shakespeare.
Si esto fuera tragedia griega, un deus ex machina bajaría al “León” del monumento frente a La Moneda para que resuelva el desaguisado, y quién sabe qué ocurriría. Como el asunto no es literatura, no tiene caso importunar a don Arturo, y toca en cambio perseverar en el guion de 1989. Porque, valga recordar, los otros guiones que ofrece nuestra historia para coyunturas como esta son aun más severos que el drama shakesperiano de 1925: aunque carecen de deus ex machina, sí riman con la tragedia.