Si hay algo que caracteriza a todo lo que ha ocurrido, o está ocurriendo, en medio de estos días desgraciados es la ignorancia. Los médicos, los biólogos, los epidemiólogos, parecen “ejércitos ignorantes en medio de la noche”.
Y lo peor, como se verá, es que las únicas dos actividades humanas que viven de la incertidumbre —la política y la religión— no han estado a la altura.
Médicos, científicos, epidemiólogos, expertos de la más diversa índole, ninguno sabe con exactitud cómo se propaga el virus; por qué causa la muerte en algunos y deja a otros incólumes; en qué momento se produce la inmunidad, si alguna vez se produce; cuál será el momento cúlmine del contagio o de las muertes; cómo deben contarse estas últimas o cuáles son las que deben ser contadas; qué método es correcto para controlar la epidemia y cuál para evaluar el sistema de salud; cuándo acabará la pesadilla si es que acabará; si habrá vacuna y cuándo; ni menos cómo derrotarlo o siquiera morigerarlo. En suma, se sabe nada o casi nada. Los expertos de diversa índole que se pronuncian al respecto —y para qué decir los críticos de los expertos— no hacen más que confirmar, algunos con mayor claridad que otros desde luego, esa ignorancia. Y esta semana incluso el ministro Paris (nunca se vio a alguien tan realizado y a sus anchas en un momento tan difícil, como si al recibir el nombramiento hubiera culminado una larga paciencia y un profundo anhelo) dijo que nunca se había perseguido la inmunidad de rebaño (aunque de lo que no cabe duda, habría que agregar, es que a la ciudadanía ha debido tratársela como tal).
En suma, lo que hay es ignorancia e incertidumbre.
Se trata de una situación más complicada e indócil que cualquier otra. Una de las pulsiones más básicas de los seres humanos es la de saber a qué atenerse. Toda la cultura, la ciencia y para qué decir la técnica tienen por objeto anticipar lo que habrá de ocurrir: estrechar o aminorar la sombra del futuro. La cultura transmite modales que tienen por objeto estereotipar la interacción de manera que el encuentro con un desconocido no sorprenda y por eso se extiende la mano a sabiendas que no vendrá de vuelta un puñetazo; la ciencia pretende inteligir las regularidades del acontecer hasta formularlas bajo la forma de enunciados generales que simulan un orden; y la técnica intenta crear poco a poco un mundo artificial, el sucedáneo de la cueva originaria, donde el individuo humano pueda refugiarse escapando así de la inseguridad.
Pero todo eso hoy día, al parecer, y debido a la pandemia, parece haber fallado.
Los modales, es decir, la sujeción a las más básicas reglas de consideración por el otro, parecen estar, por múltiples causas (la arrogancia en los más ricos, la necesidad en los más pobres), abandonadas o casi; la ciencia aún no logra dilucidar el problema; y la técnica médica, en especial sus cultores de blanco, habitualmente tan seguros de sí mismos, esta vez disimulan apenas su ignorancia ante el virus.
Solo existen dos prácticas sociales capaces de reconocer la incertidumbre y, por decirlo así, convivir con ella y domesticarla: la política y la religión.
La política es, por definición, un quehacer que se relaciona con lo que puede ser de este modo o de este otro, en suma, con lo contingente, aquello que no está sometido a la necesidad y carece de toda garantía. Por eso el buen político (que es algo distinto al gestor, al charlatán o al simple altavoz que por estos días abunda) cuenta a la vez con las virtudes de la seguridad y la prudencia. Seguridad para convencer a los ciudadanos de que el futuro será mejor, que mañana —según la frase de la vapuleada película— será otro día, y prudencia para caminar hacia él sabiendo que se pisa hielo frágil. El buen o gran político suele asomar, por eso, en los momentos amargos, cuando los seres humanos cuentan nada más con la voluntad para sostenerse.
La religión, por su parte, o la práctica o creencia religiosa más bien, es el otro quehacer humano que sabe vivir o tratar con la incertidumbre. Las religiones, en especial las soteriológicas o de salvación (la católica desde luego), dan un sentido a la incertidumbre, a la espera en que consiste finalmente la vida, y ayudan a sostenerla evitando que lo peor se deje caer (según las palabras de San Pablo) “como un ladrón en la noche”.
Así en la hora presente, cuando se pelea a ciegas, la política y la religión tienen su oportunidad.
Y lo que sorprende, o alarma, es que ni el político ni el religioso parezcan darse cuenta. Ello puede deberse a que los políticos creyeron que su tarea era distribuir la abundancia y los clérigos que la suya era regular la moral sexual.
Unos y otros olvidaron lo fundamental: cuán indigente es la condición humana.
En pocas palabras, las dos fuentes últimas de la seguridad humana, aquellas a las que se echa mano cuando lo peor ocurre o se asoma, cuando la estructura tiembla y el tiempo se hace incierto, no están. Y quizá eso sea lo que causa más profundamente la sensación de que todos, ciudadanos, científicos y técnicos, solo parezcan dar manotazos de ahogados y que su mayor anhelo sea el que sostiene al náufrago: encontrar de pronto un leño flotando al que poder abrazar o tropezar por fortuna con una isla donde pisar tierra firme.