La historia de la ciudad está estrechamente relacionada con la historia de la administración de la muerte. Se dice que la verdadera razón del paso de la vida nómade a la sedentaria no se debe a la agricultura, sino a la decisión de una comunidad de enterrar los restos de sus muertos en un lugar determinado. Un lugar que deja de ser para siempre indiferente y se transforma en el espacio único donde se arraigan los afectos. La concepción de que el cese de la vida humana tiene una relevancia trascendental está ligada a la posibilidad de hacer reposar la memoria en un lugar concreto. Así, hacemos animitas, túmulos, mausoleos, templos, pirámides fabulosas. Así pasaron la vida faraones y emperadores, planificando el lugar para sus restos.
La ciudad, lugar de la vida colectiva, ha ido sistematizando la forma de un reposo eterno también colectivo. Patios, iglesias, catacumbas, sitios a extramuros. Cuando ya nos hicimos muchos y las ciudades dejaron de ser aldeas, la muerte hubo de ser expulsada de la interacción con la cotidianidad, especialmente por razones higiénicas. Pero no fuimos pragmáticos. Los cementerios, palabra que deriva de dormitorio, los edificamos como bellas ciudadelas que copiaron las formas –y también las desigualdades– de la ciudad de los vivos. En Estados Unidos se desarrolló un modelo de necrópolis vuelta parque, transformándose estos en los primeros paseos públicos. En los cementerios urbanos, paisaje y arquitectura mediante, entretejemos muerte y vida de una forma soportable.
Civilizar la muerte –o, si se prefiere, urbanizar la muerte– ha sido parte importante del gran proyecto humano. Por ello, las imágenes que han emergido en medio de esta pandemia invocan nuestros peores miedos: fosas comunes, una muerte masiva y descontrolada, cayendo en cualquier lugar, invadiendo las plazas y calles de los vivos, arrebatada de los preciosos ritos de la memoria. Y está tan bien que nos provoque una amarga conmoción. Es la pesadilla de la derrota que vuelve grotesco lo más profundo y sensible de nuestro tácito proyecto común. Un proyecto que consiste, finalmente y a grandes rasgos, en poder vivir y morir todos juntos.