La rebelión en el diario The New York Times contra su propia sección de Opinión por la publicación de un artículo del senador republicano Tom Cotton abogando por el despliegue del Ejército para reprimir los desórdenes, cuestiona la función social del periodismo y los límites de la tolerancia en nuestras democracias.
No es la primera vez que una redacción se revuelve contra la jefatura exigiendo que la censura se ejerza de modo más drástico. Pero, desde el advenimiento de las redes sociales esto sucede cada vez más, porque los periodistas reciben de manera instantánea reacciones y críticas que antes solo llegaban con el ritmo parsimonioso del servicio postal.
Episodios como el del Times se han producido en otros sitios. En El Mundo de España, vivimos varios aquelarres de este tipo, pero sus directores siempre supieron conjurarlos. Solo en una ocasión rodó la cabeza del columnista, no solo por la falta de experiencia y principios del que estaba al frente del diario, sino porque sencillamente detestaba al autor cuestionado. Las provocaciones y el mal gusto del columnista en cuestión, que ya había sobrevivido a un episodio similar con otro director, nunca fueron realmente un argumento.
Pero la cuestión importante aquí no son los condicionamientos que internet impone a las redacciones digitales (donde no es menor la facilidad con que se puede cancelar una suscripción, sobre todo si periodistas emblemáticos azuzan al público a hacerlo), sino el cambio radical en la concepción del conocimiento. Como subraya Damon Linker en un artículo en The Week, “ahora es habitual entre los periodistas pensar en las opiniones no como argumentos… sino como un tipo de propaganda viral con el poder de convertir a los lectores a nuevas perspectivas holísticas, como la propagación del fervor religioso ante una resurrección”.
Esta noción de que las opiniones contagian y no pueden ser refutadas o discutidas es lo que está detrás de la convicción de una parte importante de los empleados del Times de que la opinión de Cotton no debía ser publicada bajo ningún motivo. Se rompe así con la visión liberal que considera que las ideas deben competir libremente en un foro donde los ciudadanos pueden examinarlas, discutirlas y, finalmente, adoptarlas o rechazarlas.
Esto es sustituido por un debate tasado, basado en la prohibición de ciertas ideas y en el recorte del ámbito de la discusión en base a supuestas ofensas, que conduce a un caudal cada vez más menguado de conceptos.
Si entendemos la democracia como la capacidad de la sociedad de deliberar sobre distintos asuntos, es fácil ver cómo esta segunda tendencia nos conduce a un mundo sin política, donde el ámbito de la discrepancia se reduce a un surco cada vez más estrecho y, finalmente, a un mundo sin democracia. ¿Si el senador Cotton no puede publicar sus opiniones en el diario más influyente de la nación, qué impedirá que el próximo paso sea negarle el acceso al Senado?
Lo más sorprendente de este episodio no es la rebelión de los redactores, sino la debilidad con que el staff del diario ha defendido los principios básicos de la democracia liberal, publicando notas de arrepentimiento y cortándose las venas en público. Las opiniones de Cotton pueden ser equivocadas, pero son las mismas que consiguieron en 2015 el respaldo de medio millón de votantes, el 56% del electorado de Arkansas.
Nadie como Voltaire definió el compromiso racional con la libertad de expresión. Este no consiste en solidarizarnos con quienes piensan como nosotros o nutren nuestra cámara del eco, sino en defender el derecho de quien expresa ideas que hasta nos pueden resultar repugnantes.
“La prueba del algodón no engaña”. Esta frase, muy usada en España para referirse a una comprobación irrefutable, procede de un anuncio televisivo de la década de 1980 donde un mayordomo valoraba la eficacia de un limpiador frotando con un algodón. Nunca, como ahora, el algodón (en inglés “cotton”, como el apellido del senador de Arkansas) ha salido tan sucio.
John Müller