Cuando llamo porque los necesito, no responden.
Cuando quieren algo y por eso me llaman, se transforman en plaga, y por eso pensé que una peste equivalente los detendría. Me equivoqué.
No quiero préstamos especiales por el coronavirus ni normales, tampoco los de raza mestiza, así que lo ruego educadamente y como si de un bolero se tratara: no me llamen más.
Lo he solicitado de cientos de formas posibles e incluso con modos que me avergüenzan, porque he recurrido a ofensas infernales y les he dicho de todo y un poco más; pero también con simpatía y delicadeza cortesanas, con palabras cantarinas y danzantes, diga usted como las de García Lorca, y no se equivocará, pero nada me ha resultado, ni la ira ni el encanto, ni la brasa ni la música.
Por supuesto que he ido al Menú, Configuración y bloqueo del número, pero no se puede bloquear el infinito, es imposible. Así que no hay fortificación privada que valga ni intimidad que se respete. En esto ya no soy humano y carezco de cualquier derecho: me llaman y me llaman, y no hay manera de evitarlo.
En un alarde tecnológico desvié las llamadas bloqueadas al buzón de voz del celular, pero en vez de voz, grabé un sonido chirriante y desesperante: la fricción del filo de un cuchillo con la hoja de otro cuchillo, igual de filudo. Un amigo sordo, y por eso DJ, me hizo el favor y me consiguió el sonido maldito. Lo instalé y jamás lo escuché, pero no existe obstáculo insalvable para ellos, para los que llaman. Ni electricidad ni plegaria ni sonido. ¡No pasarán! me dije. ¿Y qué pasó? Por supuesto que pasaron.
He llenado extensos formularios revocando consentimientos que nunca di.
Anulando intrincados permisos que en mi vida otorgué.
Negando extrañas autorizaciones que jamás permití.
No hay caso.
Mi voluntad y mis deseos valen un pepino.
Estoy condenado y encadenado a una base de datos y por eso me llaman robots, engendros mecánicos y en ocasiones algunos seres que intuyo son de poca carne y mucho hueso.
No quiero abrir más cuentas y tampoco deseo tarjetas que pueda usar hoy y empezar a pagar mañana o pasado mañana. Ningún aumento de cupo, en absoluto. Ni beneficios ni avances ni nada. Ni créditos preaprobados ni préstamos aprobados ni adelantos que me aprobarían. Y tampoco quiero saber de otro plan.
Menos quiero una tumba anticipada y floreada con antejardín, así que por favor, no me pisen el césped y no me llamen de un camposanto que tiene poco de campo y nada de santo.
Los he denunciado como spam una y mil veces, pero vuelven como zombies, amparados en los miles de números telefónicos, ocultos en el enjambre y como peste de langostas y son como la marabunta. ¡Aléjense de mí!
Me llaman a cualquier hora y en todo momento, sin precaución, educación y recato; sin miramientos ni cuidados. Inoportunos es poca palabra.
Ya no sé dónde mandarlos: si a la huesera o al vertedero.
En la ducha, manejando, somnoliento, ocupado, conversando, reposando y viendo cualquier cosa.
Si al relleno sanitario o al pudridero real.
Agotado, reflexionado, escribiendo, durmiendo, comiendo y no voy a llegar al final, pero debería.
No me llamen más.