La teoría “Pause-Play”, inspirada en la experiencia China, avalada por académicos, suscrita por destacados economistas de Estados Unidos y promovida por buena parte de la tecnocracia europea, cobra cada vez más fuerza. Aquí ya es casi dogma, especialmente entre economistas y políticos de oposición, aunque también cuenta con múltiples adherentes en la otra orilla: los “pause-play-sistas” son cada vez más numerosos.
De acuerdo a la teoría, la amenaza del coronavirus exige “apagar” la economía: ponerla “en pause” hasta nuevo aviso, excepto por lo más esencial. Millones de personas deberían quedarse en casa y lo poco que quede andando debería ser limitado severamente. Es más o menos lo que se ha estado haciendo hasta ahora. Pero los “pause-play-sistas” proponen acentuar las medidas y prolongarlas en el tiempo; fustigan al ministro de Salud por no pulsar la tecla “Pause” con toda la fuerza que demanda la teoría. Estando en “Pause”, “se aplanaría la curva de contagio”. Pasada la emergencia, ocho semanas o más, se le pondría entonces “Play” a la economía: la gente saldría de sus casas, las empresas reiniciarían operaciones y la economía recuperaría prontamente el paso…
La teoría es popular porque promete evitar el triste cuadro de hospitales colapsados, pero sin costos económicos de largo plazo, porque como después se va a pulsar la tecla “Play”, la cosa no va a pasar a mayores. Las predicciones del FMI asumen ya esa dinámica; conforme a las mismas, el producto en Chile el 2020 experimentará la caída más grande en casi 40 años, 4,5% —fase “Pause”—, al tiempo que una gloriosa recuperación el 2021, 5,3%, fase “Play”.
No pretendo en este reducido espacio levantar una “contrateoría”, como lo sería, por ejemplo, aislar, con la debida asistencia, solo a la población de mayor riesgo y a quienes viven bajo el mismo techo, evitando teclear “Pause”. Baste decir solamente que la teoría, aplicada incluso a medias, constituye un experimento económico sin precedentes. Pero como lleva las de ganar, toca examinar sus consecuencias.
El experimento cuesta muchísimo dinero; en Chile, el déficit fiscal, ya proyectado en un récord de 8% del PIB, se quedará corto y por bastante, porque la gente tendrá que seguir viviendo, pero a cuenta del fisco.
La real incertidumbre, sin embargo, radica en el destino del tejido empresarial. La virulencia del experimento ya está a la vista. El hundimiento de 6,8% del producto de China el primer trimestre no tiene parangón, como no sea que retrocedamos a los tiempos de Mao y la Revolución Cultural; Estados Unidos, que recién comienza tímidamente el experimento, ya ha perdido 22 millones de empleos en las últimas cuatro semanas y el desplome de la actividad industrial de marzo es el mayor del que se tenga memoria en más de 70 años. ¿Quedarán empresas con signos vitales cuando después del “Pause” se pulse “Play”?
Chile, de emular el experimento, enfrentará una situación crítica. La construcción, el comercio no alimentario, el transporte y los servicios hospitalarios, por nombrar solo algunos sectores, verían pulverizados su patrimonio después de tres meses de inactividad o de seis a media máquina, sin contar los efectos de encadenamiento. La suspensión temporal de remuneraciones ayudará a paliar la situación y quizá permita salvar los muebles, pero el patrimonio sufrirá tal deterioro, que una gran mayoría de firmas se convertirá en “deadman walking”.
Los US$ 3.000 millones de garantía estatal para créditos difícilmente surtirán el efecto deseado, porque la garantía no es total y los bancos deberán evaluar los riesgos en consecuencia. Y aún si se logrará el objetivo de multiplicación de los panes, los US$ 24.000 millones en créditos que se anuncian desde el Congreso, el mismo luce escuálido si se piensa que las colocaciones totales del sistema superan los US$ 200.000 millones. Tampoco parece políticamente viable el salvataje estatal de grandes empresas: el millón o más de cesantes que tendremos difícilmente lo entendería…
La teoría quizá funcione en Alemania, que cuenta con un probado sistema de copago estatal de remuneraciones, el “Kurzarbeit”; quizá funcione en Estados Unidos, por su enorme capacidad económica… Pero no en Chile.
¿Cuáles serán las opciones entonces? Fusiones de empresas, indispensables de cara a un mercado mucho más reducido; aumentos de capital, con posible incorporación de trabajadores, a cambio de reestructuración de pasivos; renegociación de contratos de arriendo, de leasing y otros, etc. Una suerte de reminiscencia del “ajuste automático” de comienzos de los ochenta, que fue todo excepto “automático”, como tampoco será “automático” el esperado modo “Play”.
Como se ve, de emularse el experimento, las reales opciones yacerán en la iniciativa empresarial y no en los anuncios políticos, porque no habrá dirigismo estatal capaz de sortear las consecuencias últimas de este.
Conclusión: empresarios de Chile, en este experimento, como en otros de triste recuerdo, la parte “Play” recaerá por entero en vuestros hombros. No hay tiempo que perder.