En tiempo de crisis o de amenazas lo primero que se pierde —a juzgar por las opiniones de estos días— es la mesura, la sobriedad, la moderación en las ideas y en las reacciones.
Es cosa de ver.
De pronto aparecen quienes descubren, como si fuera una novedad o una revelación sorpresiva, como si se tratara de un hecho inédito que nadie hasta ahora había advertido, la fragilidad de la condición humana y el hecho, desastroso, que ella esté cercada por la enfermedad o la muerte. ¿Es que acaso alguien pensó que todo era eterno, que los días se estirarían sin más, y que todo lo que se hizo hoy o se deshizo ayer, podría deshacerse o hacerse mañana?
Si de algo sirve la Semana Santa, y el sacrificio de la cruz, es que recuerda a creyentes y no creyentes (como si fuera necesario recordarlo) que el paso por este mundo tiene fecha de caducidad y que no era necesario el coronavirus, y las reacciones exageradas que despierta, para saberlo. Y que lo más importante no es si ese hecho ocurre o no (la noticia obvia, que no es noticia, es que a todos ocurrirá), sino si está o no provisto de sentido.
Pero lo más sorprendente —fuera de ese pueril descubrimiento metafísico que algunos están haciendo por estos días gracias al coronavirus: la vida es finita, ¡vaya novedad!— lo constituyen algunas de las opiniones que él ha desatado.
Hay quienes sugieren que el coronavirus ha despertado la solidaridad que los días del transcurrir capitalista habrían cotidianamente destrozado.
Y prometen entonces una y otra vez, mediante cartas al director —ese nuevo confesionario laico donde la gente se golpea el pecho—, que de aquí en adelante todo será distinto, que el desprecio por el prójimo y el abuso llegó solo hasta aquí, porque de ahora en adelante, gracias al detergente moral del coronavirus, gracias a la jaula del pánico, acaban de descubrir, que todos quienes habitan este mundo estaban en el mismo barco, eran hermanos o hermanas, y que gracias a este virus desgraciado, las cosas de aquí en adelante serán muy distintas que hasta ahora. Lo que no lograron las ideologías y el soñado asalto utópico ahora se alcanzaría gracias a la experiencia del coronavirus, el pánico que toca a la puerta. ¿Alguien puede, pasada la primera reacción emocional, tomarse en serio todo eso?
Ese tipo de reacciones —cayó la venda de los ojos que el consumismo egoísta cegaba, hemos descubierto el valor de la sencillez, el enclaustramiento nos recuerda cuán importante era abrazarnos, todos nos necesitamos, etcétera— son particularmente pueriles, porque se parecen demasiado a quienes se hincan y golpean el pecho prometiendo no pecar nunca más, no explotar nunca más, no mirar nunca más en menos al prójimo que atiende su segunda vivienda, mientras la tierra se cimbra y sacude bajo sus rodillas.
Hay también quienes, olvidando aquello de no debe saber tu mano izquierda lo que hizo tu mano derecha, se apresuran a ofrecer su lugar en la fila de este mundo a los más jóvenes, como si el valor de la vida humana dependiera de los años transcurridos, como si cada uno ocupara su lugar en este valle de lágrimas conforme a un orden de prelación indicado por el número del
ticket que tomó a la hora de llegar a él. Por supuesto, es muy noble ofrecer el puesto en la fila o, mejor dicho, ceder el asiento en la sala de espera; pero no es muy sobrio hacerlo público, esperando inconscientemente ser despedido, Dios no quiera, entre aplausos y vivas y agradecimientos por haber cedido el lugar. No es muy razonable que las cartas al director se conviertan de pronto en una lúgubre lista de espera voluntaria.
Y así, gracias al coronavirus que daña por igual la salud y la mesura, la esfera pública se transforma de pronto en un gigantesco matinal cotidiano donde circulan las opiniones más pueriles y las promesas cuyo único destino —salvo que usted decida echarse tierra a los ojos— será la defraudación.