Las veleidades de la medicina son para volver locos a cocineros de nervios no bien templados. Hace algunas décadas, los galenos nos aterrorizaban con los peligros de ese par de bestias feroces, la vaca y la gallina ponedora, que amenazaban nuestras arterias con colesteroles y otros mortíferos venenos recientemente inventados.
¡Qué doloroso nos resultó renunciar a esos huevos a la crema que nos daba la abuela! Se ponía dos buenas cucharadas, bien copetonas, de crema ligeramente aliñada con sal en un “
ramequin”, se quebraba encima un huevo grande, soberbio, se lo sazonaba con sal y pimienta blanca y, encima, un gran zurungo de mantequilla; se lo ponía al horno en bañomaría con cálculo exquisito de los tiempos de cocción: cuajaba la clara y la yema quedaba líquida. ¡Ah, qué fiesta!
¡Y esos quesos mantecosísimos que nuestro abuelo compraba en el Club o en la sacrosanta fiambrería de Roncallo, de calle Catedral! Era toda una larga y civilizada conversación con el signor Roncallo, mechada con apruebes de quesos, toqueteos de este y aquel, comentarios sobre texturas, sabores y posibles usos. Largos intercambios de datos, recetas, secretos.
Qué decir del ignominioso destierro que sufrieron de nuestras cocinas algunas maravillosas salsas, como la holandesa, que se hace con mantequilla y yemas, o la “
mousseline”, que es la holandesa adicionada de crema batida: pocas cosas más delicadas para acompañar una corvina, por ejemplo.
Mugidos y cacareos llegaron a erizar los pelos de las madamas, y a ponerles la carne, muy a su pesar, “de gallina”. Se consideraba más seguro el rugido de algún león africano, o la risotada de las hienas. ¿Y todo para qué? Pues para que ahora nos salgan con que los huevos son uno de los alimentos príncipes de la naturaleza, rico en proteínas y con estas y aquellas propiedades. Y que la mantequilla está dotada de una cantidad tan admirable de vitaminas que agotan, casi, el abecedario, en tanto que las margarinas —todas— son unas bombas de cancerígenos y otras porquerías, cosa de la que ya sospechábamos por aquel infame sabor que tenían. “De todo un poco, de nada mucho”, decían las sabias viejas de entonces. Y se morían contentas y en paz con la vida. Si carece Usía de terrores culinarios, hágase este plato delicioso.
Huevos a la borgoñonaPonga en una cacerola un cuarto de litro de agua y medio litro de muy buen vino tinto. Sal, pimienta, 3 dientes de ajo, 3 chalotas, ramita de estragón fresco, todo picado finamente. Hierva esto y reduzca a dos tercios de su volumen. Cuele esta salsa y resérvela. Corte 100 gr de tocino en dados, rehóguelos en poco aceite, repártalos en 6 “ramequins”, quiebre encima de cada uno 2 huevos, cubra con la salsa. Hornee a bañomaría hasta que las claras estén cuajadas y las yemas, todavía líquidas. Retire del horno y sirva de inmediato, con marraqueta fresca.